EL CHOCOLATE

– Qué cara de orto, vieja!… exclamó Carlón, mojando el pan en el tazón de chocolate  que le habían servido. Su madre se irguió en la silla, esbozó un sonrisa triste, sacudió la cabeza como ahuyentando pensamientos, lo miró a los ojos, bajó la vista y con voz quejosa respondió.
– La de siempre m´hijo. Cosas de vieja, nomás. – agregó un poco de chocolate a  las tazas y continuo su monologo interior.
Emilia, había nacido en ese pueblo de horizontes lejanos donde solo algún árbol cortaba el infinito,  en una monótona sucesión de días que solo se diferenciaban por la temperatura, lluvias, sequías, nacimientos y muertes. Allí había vivido esos sesenta años recién cumplidos.- Hacía?…(miró el reloj de la pared) ocho horas. A sus dos hijos, Carlón y Chela, los había tenido cuando ya casi no lo esperaba. Su marido murió poco después  del nacimiento de la nena. – La nena!…- ya casi era una señorita, catorce años, y el nene,  diez y siete. – Ya tenían plumas. – Eso era lo que estaba rumiando desde que se despertó. Siempre tuvo la alegría de verlos crecer, de soñar un futuro para ellos fuera de ese deprimente y frustrante pueblo donde nunca pasaba nada. Nunca la entristeció la conciencia de la partida. – Es la ley de la vida- se decía. – Que sea para bien. – pero ese día, se miró al espejo. Su pelo blanco, sus arrugas… y de sus ojos resbalaron  lágrimas. Fue al verse tan vieja, que pensó en la muerte y en preguntarse, quién se iría primero.
Había hecho una torta de manzanas, la que a ellos les gustaba. La puso en el centro de la mesa, con una vela que encendió y mientras ellos le cantaban el feliz cumpleaños, pidió un deseo. Uno solo bastaba, vivir hasta verlos volar. Levantó su taza, brindó por todos y apagó la vela.

Neco perata

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