«El Lobo Que Aullaba Al Sol»

En las montañas al norte de México, entre las varias manadas de lobos, había uno muy especial, solía siempre estar distante a su manada, prefería pasar el día en soledad, solo se integraba durante las noches de caza.

Su pelaje era muy bello, conformado por tres bellos colores, el café, que era el que predominaba, le seguía el blanco  y un poco de negro cercano a las patas, pero había un cuarto color, entre el profundo café se asomaban algunos pelos de color plata, tal como si fueran canas en su lomo, sin mencionar sus bellos y profundos ojos de un café muy bello y claro, que al verlos de cerca parecieran solamente miel.

La manada era perfecta, incluso sus tres crías ya eran parte de la misma; los dos machos tenían su mismo color de ojos, pero un pelaje un tanto más oscuro, obvia mente sin las canas en el lomo, pero la hembra no, ella tenía un pelaje muy bello, un tanta más claro, tan claro como el color del ocaso y unos ojos muy bellos, de un café muy profundo, nada parecido a sus hermanos ni padre… Ella era la viva imagen de su madre, la cual siete meses antes había sido asesinada con dos disparos de un cazador que anduvo por la zona de la manada, el cual después de dispararle y ver a la manada huir, no recogió el cuerpo de la bella loba, lo dejo atrás al marcharse, tal parece solo le gustaba el disparar al objetos en movimiento y más si estos estaban vivos. El gran lobo de los ojos de miel dejó a sus crías resguardadas al ir a buscar el rastro de su pareja un par de horas después de que todos huyeran del cazador, para su desgracia fue terrible lo que encontró, era su pareja, viva, tirada, sufriendo y sangrando. Una bala había dado por la parte trasera del lomo un poco por encima de la cola y la otra atravesó de lleno por un costado. Él solo escuchaba el llanto de la hermosa loba, trató de ayudarla a levantar con su hocico, pero ella lloraba aún más, sufría, le dolía demasiado, él lobo solo se acostó al lado de ella para acompañarla una última vez mientras veían la puesta del sol reflejada en esos bellos ojos color café, pues sabía que debía regresar a donde estaban resguardadas sus crías de tan solo un mes, pues sabía que estas aún no sabrían salir a cazar por sí mismos ni ayudar en las noches de caza.

Ya habían pasado cinco meses desde el lobo comenzó a actuar de ese modo, en las mañanas distante a la manada y por las tardes muy cercano a sus crías, pero especialmente cercano a su cría hembra, a la cual cada noche de caza siempre mantenía por detrás de él.

Cada día es menor el sonido de su aullido vespertino, el cual le recuerda el último instante del sol reflejado en los ojos de su pareja, pero el matutino sigue resonando muy fuerte, más cuando lo hace cerca de sus crías, ya que estas son el nuevo sol de su vida.

 

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