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Era Hermosa Como Su Tierra, Piel Morena.

     A la edad de quince años no sabía leer, mucho menos escribir. Su nombre guardaba un secreto y sus ojos habían contemplado cosas que muchas personas no se imaginarían.
     La vida siempre hermosa y siempre cruel, había arrebatado a su madre con un par de luces de poco brillo y el sonido de la goma consumiéndose en el pavimento. Ella no entendió, fue abruptamente repentino y ese «señor» no se molestó en detenerse a explicarle. 

     Quedó allí varada, muy cerca de la isla, en una calle apenas iluminada, producto quizás, de la delincuencia del lugar. Unos papeles, una firma y una sentencia le condujeron a su nueva morada, algo pequeña, algo lúgubre.
     Pasaron dos años antes de que pudiese mantener una conversación de al menos unos minutos. Callada y sumisa, acataba todo lo que le decía la hermana María. Ordenaba las camas de los niños menores que ella y pasaba la escoba, cada tres días hacía la colada y su vida poco más sentido que ese tenía.

     A su padre nunca le importó abandonarla, pues tenía una nueva mujer, una excepcional, a sus ojos perfecta «Bonita, sensual y nada intelectual».
     No le gustaba salir, el mundo afuera de esas paredes era peligroso, cada día un poco más. Había muerte por doquier, infinidad de personas, de maña y de honra, de cátedra y de pólvora, ésta tampoco distinguía entre géneros y edades.
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Susurro De Un Bosque De Lágrimas

Ella se trasladaba entre la hojarasca, rendida a una sensación de regocijo hasta ahora desconocida. Su piel tensa de expectación ante la más que probable promesa que había recibido. Su madre siempre le solía regañar por su capacidad de atención ciertamente volátil, pues de a momentos se internaba en sueños tan reales como el aire que respiraba, pero claro, «no era el instante ni el lugar, para estos pensamientos».

Comenzaban a caer algunas gotas, fina trama de lluvia, frías al contacto de sus mejillas. Más que un ritmo plausible se trataba de un susurro y más que un trazo aleatorio se trataba de arte.

Un crujido llamó la atención haciendo que se virase con fingida indiferencia. Había pasado más de media hora. El se acercó con una sonrisa, esa que tantas veces le había mostrado con ternura. Seguramente esperaba una «cálida» bienvenida. Ella lo detuvo colocando un dedo en sus labios y luego sin mediar palabra lo besó, allí debajo de la lluvia, al lado de los árboles que tantas veces habían ocultado su historia.

El beso pareció eterno, pero como el final de todo lo que alguna vez comienza también acabó. Hablaron de todo un poco, de su día a día, se divirtieron cual niños empapados por el clima. Un beso robado y algunas sonrisas, también robadas. Después de cuatro horas el tiempo se agotaba y cada uno tendría que regresar a sus vidas. El sacó de su bolsillo un collar de hilo oscuro y un dije tallado en madera, una gota, quizás de lluvia, era el clima favorito de ambos y el instante no pudo ser más idóneo. Se lo colocó en su cuello y luego le dijo al oído «Te amo». Ella le respondió con un abrazo y un último beso antes de comenzar a caminar de regreso.

El la observó guardando para sí cada detalle, no la vería por dos años, pero en principio también se les había negado esa despedida y fue el destino quien jugó las cartas para regalarles esas cuantas horas. Pensando esto no pudo evitar sonreír de nuevo, mientras en la distancia observaba como ella se trasladaba entre la hojarasca.

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