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El País De Los Sueños Perdidos

Cuenta una antigua leyenda la existencia de un país fantástico al otro lado de la Luna, donde flotaba un reino mágico habitado por hermosas hadas doradas, cuyos fabulosos dones y virtudes maravillosas hacían crecer sin cesar multitud de semillas fluorescentes, esparcidas libremente por tierra, aire y mar. “El País de los Sueños Perdidos”, como era conocido aquel lugar, era un mundo parecido al de los humanos, pero alimentado con los frutos exquisitos, nacidos de los sueños mortales más sublimes, aquellos sueños colmados de secretos gloriosos y esperanzas infinitas, que penetraban continuamente en las semillas cultivadas por las hadas para garantizar la prosperidad del reino.

Se decía que cuando los seres humanos soñaban, muchas veces al despertar, no podían recordar aquellos sueños especiales que tanta fuerza vital generaban en el mundo mortal. Desde el momento en que estos sueños eran olvidados, se convertían en “sueños perdidos” que vagaban sin rumbo en el vasto universo, pero que por ser tan valiosos, eran rescatados por las hadas y llevados a aquel país fantástico al otro lado de la Luna.

Los vistosos ropajes multicolores, de hojas y flores, que lucían estas bellas criaturas de piel iluminada eran tan diversos como los sueños de los que provenían, y cuando se tornaban marchitos, se podía predecir con certeza que la época de cosecha estaba llegando a su fin, y que otro ciclo de cultivo estaba pronto a iniciarse. Aunque nuevos sueños llegaban, los que dieron frutos no desaparecían; más bien se transformaban en los sueños originales que sus dueños una vez olvidaron, y que ahora regresaban para refugiarse en sus recuerdos por siempre.

La comunidad de las hadas estaba conformada por las damas doradas y los cazadores de sueños. Cada uno de sus miembros tenía una importante función que cumplir dentro de la mágica franquicia estelar. Mientras los cazadores de sueños diseñaban y aplicaban estrategias para rescatar los sueños olvidados de los seres mortales, las damas doradas los plantaban y cultivaban con gran esmero, haciendo uso de sus talentos especiales. Existían hadas cuya especialidad era trabajar con el poder de las ciencias materiales y físicas, mientras que otras preferían derramar las virtudes que procedían de las artes espirituales y místicas. Ningún grupo de hadas se sentía superior al otro. Más bien, trabajaban juntos como equipo, complementando sus habilidades y buscando siempre el perfecto equilibrio de sus fuerzas para realizar cada una de sus tareas.

El País de los Sueños Perdidos era gobernado por un hada muy bondadosa, famosa por su sabiduría y espíritu alegre. La reina de las hadas, cuyo nombre era Disamis, cuidaba de cada  uno de los habitantes de su reino, y siempre procuraba que sus decisiones contaran con el apoyo de los representantes de las damas doradas y los cazadores de sueños, los cuales formaban parte del Real Consejo de los Sueños Perdidos.

Hacía ya mucho tiempo que la reina Disamis había perdido a su amado esposo, el Rey Darius, con quien tuvo una única hija, la princesa Jilshen. La reina logró superar el inmenso dolor causado por la muerte de su esposo gracias a su confianza en que volverían a estar juntos, cuando el destino señalara su viaja hacia ese reino eterno creado para las almas de aquellas hadas cuya misión en su país natal pudo ser completada. Además, la reina estaba  muy orgullosa de su hija, la princesa Jilshen, porque podía ver reflejadas en ella cualidades heredadas de sus ancestros, que le permitirían gobernar con éxito el País de los Sueños Perdidos.

Sin embargo, la  felicidad de la soberana se veía perturbada por las aflicciones de su desdichada hija, la princesa de los sueños. La joven había sido hechizada por una malvada bruja, reina de las tinieblas y de la oscuridad, cuyo siniestro nombre era Turpana. El maleficio de la hechicera había ensombrecido los sueños de la dulce princesa, convirtiéndolos en crueles pesadillas colmadas de espanto y terror.

La reina Disamis, en medio de tanta angustia y desesperación por salvar a la princesa, mandó convocar al Real Consejo en su palacio para poder encontrar prontamente una solución a tan terrible tragedia, que amenazaba con destruir el corazón mismo del país de los sueños. Una vez dado el aviso con el motivo por el cual se requería tan urgentemente su presencia, los representantes de las damas doradas y los cazadores de sueños volaron tan rápido como les fue posible hacia la Sede del Real Consejo, ubicado en la torre más alta del castillo, el cual estaba había sido construido con cristales de sal plateada sobre una estela luminosa de polvo cósmico.

Inmediatamente estuvieron todos reunidos, la reina comenzó a contarles en detalle lo que estaba sucediendo con su hija:

“La maligna hechicera Turpana, después de haber sido separada de su cargo como Consejera Real, ha decidido tomar venganza sobre mi única descendiente, la princesa Jilshen, por ser ella la elegida para continuar con mi reinado en el País de los Sueños Perdidos.”

Todos conocían ya la historia de Turpana y de cómo había dejado de ser miembro de la comunidad de las hadas después de la muerte del Rey Darius. La Consejera Arietna, como solía llamarse en aquel tiempo, era la mejor amiga de la reina Disamis. Debido a la gran simpatía que sentían hacia ella y por la habilidad excepcional que siempre demostró en el manejo de los asuntos de palacio, la reina y su esposo decidieron designarla como consejera para que les ayudara a administrar el país, de acuerdo con las normas establecidas por los antepasados de la familia real. Arietna cumplía con gran entusiasmo sus obligaciones y procuraba siempre no defraudar la confianza que Disamis y Darius habían depositado en ella.

En cierta ocasión, los reyes tuvieron que ausentarse del país, por primera vez desde su unión perpetua, para renovar sus votos matrimoniales en un lugar lejano que sólo ellos conocían. Era tan inmensa la responsabilidad de dejar el reino y a su adorada hija en manos de otra hada, que no dudaron en confiárselos a su más fiel servidora y amiga, la Consejera Arietna, quien aceptó dichosa llevar a cabo tan honrosa misión.

Finalmente llegó la triste despedida de los reyes ante su pueblo y su querida princesita. Inmediatamente hicieron del conocimiento público, a través de un decreto real, que Arietna gobernaría el país en su ausencia, hasta el momento de su anhelado retorno. A pesar de que la mayoría de los habitantes del país creían fervientemente en el buen juicio de sus gobernantes, percibían una extraña y turbia energía girando en torno a la Consejera Real, que no les permitía estar tranquilos, pero suponían que la relación de afecto incondicional y profunda admiración de los soberanos hacia ella podría disolver lo poco que quedaba de esta influencia sombría.

Desafortunadamente, ocurren sucesos inesperados que trastocan los esfuerzos por conservar la esencia de bondad que existe en las hadas y en todos los seres dotados de espíritu. Surgen pruebas que no pueden ser superadas, y en lugar de apoyarse en aquellos que nos pueden brindar su luz, elegimos alejarnos y dejar que nuestra ignorancia supere el propósito para el cual fuimos llamados a este universo. Y aconteció que la Consejera Arietna interpretó las leyes y normas reales para su propia conveniencia, creyendo que sus caprichos complacerían a los reyes cuando regresaran de su viaje. Una de las medidas más terribles que aplicó fue obligar a los cazadores de sueños a recolectar nuevos sueños, llenos de riquezas, ostentación y lujos, donde la fuerza vital de los mortales tuviera como fuente principal la satisfacción por acumular bienes materiales a lo largo de toda su existencia.

La comunidad de las hadas se sentían impotente frente a las actuaciones descabelladas de Arietna, pero al mismo tiempo, creía que era su obligación hacer algo para rescatar el equilibrio entre las fuerzas materiales y espirituales, el cual debía prevalecer en el corazón del ser humano. Fue así que los cazadores de sueños nombraron a uno de sus miembros de nombre Kálum, mientras que las damas doradas llamaron a Diodelas, para que se presentaran ambos ante la consejera y expresaran sus inquietudes sobre lo que estaba aconteciendo. Confiaban en que podrían convencerla de que estaba en un error al querer cambiar el orden establecido. Así sería posible evitar daños profundos a la naturaleza misma del país de los sueños perdidos.

“Real Consejera Arietna –expresó Kálum– “Hemos acudido ante usted para solicitarle muy respetuosamente que reconsidere sus planes con relación a la selección de los nuevos sueños para los ciclos de cultivo que están por iniciar de ahora en adelante.”

Diodelas, en apoyo a sus palabras, indicó: “Entendemos que, en su afán por impresionar a nuestros amados soberanos, haya querido introducir innovaciones en la forma cómo funciona nuestro reino.” Después de una breve pausa, continuó diciendo: “Pero debe comprender que sus decisiones afectarán el balance natural que, tanto los cazadores de sueños como las damas doradas, nos hemos comprometido proteger ante la propia familia real.”

Arietna escuchaba atentamente todos los planteamientos de los representantes de la comunidad de hadas, y finalmente les contestó de la siguiente manera: “Siento no poder estar de acuerdo con sus argumentos, pues me parecen apresurados, e inclusive, malintencionados, ya que se basan en la idea de que no soy capaz de llevar a feliz término la importante misión que me fue encomendada.”

“Puedo percibir por lo que he escuchado –expresó en tono sarcástico Arietna–  cierto grado de envidia de su parte y de los demás súbditos de la Corona Real, que siempre me han culpado por ser el hada más talentosa y, por supuesto, la preferida de Sus Majestades, quienes han demostrado cuan complacidos están conmigo al encargarme el cuidado de su reino y de su preciosa hija Jilshen.”

Kálum y Diodelas no podían ocultar su indignación ante tales acusaciones. Era verdad que siempre habían desconfiado de Arietna, pero tal desconfianza no provenía de la envida hacia sus dones, sino de la vanidad desmedida por tenerlos y el poder de manipulación que ejercía sutilmente sobre la voluntad de los reyes, quienes toleraban su comportamiento con paciencia y confianza en el cambio. Nunca sospecharon siquiera que al otorgarle mayor poder, en lugar de enriquecer su espíritu con la búsqueda del bien común, ésta acabaría convirtiéndose en una gran amenaza para ella misma y el resto de los habitantes del reino, incluyendo a su preciada hija.

Y sucedió lo que tanto se temía. Cosechas infinitas se perdieron cuando los vestidos de las hadas se marchitaron, o demasiado pronto o demasiado tarde, debido a la falta de madurez de los frutos o a la excesiva maduración. Como los sueños recolectados como semilla carecían de los dones espirituales y místicos necesarios para hacerlas crecer, su poder de germinación estaba incompleto y, por lo tanto, no lograban el perfecto desarrollo. La energía trascendental del País de los Sueños Perdidos dependía de estos frutos para hacerlo subsistir. A medida que disminuía, se hacía casi imposible poder devolver estos sueños a los seres humanos que los crearon, pues surgían barreras nebulosas infranqueables, las cuales impedían la afluencia de la fuerza vital a sus desconsoladas almas.

Fue tan funesto el clima de turbulencia y desolación generado por las acciones temerarias de Arietna que los reyes se vieron forzados a adelantar su viaje de regreso, terriblemente consternados por el destino incierto de su pueblo y de su adorada hija, quien estaba a punto de ser sacrificada para reestablecer el orden y la paz en el reino.

Estaba escrito que cuando la continuidad del País de los Sueños Perdidos estuviera amenazada, se reclamaría el alma del miembro de la familia real más próximo a la fuente de peligro. Era claro que la consejera había provocada el caos y, por consiguiente, al estar la princesa a su cuidado, la ley la condenaba inexorablemente.

Pero Disamis y Darius no iban a permitir que Jilshen pagara por sus errores. En medio del desastre que sacudía los cimientos del reino de sueños que construyeron y tratando de soportar la pena causada por el abismo de decepción que Arietna había poco a poco cavado en sus corazones, se presentaron en el palacio. Ignorando totalmente las interminables justificaciones que expulsaba sin cesar el ingenio malsano de la Consejera Real, dirigieron su atención hacia la mayor preocupación que ahora los embargaba: Actuar de inmediato en defensa de la vida de su pequeña e indefensa niña.

Mucho antes de atravesar el umbral que separaba su mundo del lugar sagrado donde renovaron sus votos, el Rey Darius se había preparado para entregar su alma a cambio de la de su hija. La reina estaba muy abatida ante tal desenlace, pero sabía que por ser ella quien había propuesto a Arietna como Consejera Real, la ley señalaba que las consecuencias de sus acciones serían asumidas irremediablemente por uno de sus seres más amados. Es por esta razón que, en la torre más alta de palacio, el rey se despidió afectuosamente de su esposa y de su inocente princesita, y en medio de cálidos abrazos y tiernos besos, dio su último suspiro antes de que su espíritu inmortal se desvaneciera junto con su cuerpo visible para viajar a otro reino donde algún día Disamis y Jilshen lo acompañarían por siempre.

Mientras todo esto ocurría, Arietna permanecía en el palacio custodiada por los centinelas reales en la Sala Tribunal de Honor y Sabiduría, que se encontraba en la plaza diamantina central de mayor extensión en el País de los Sueños Perdidos. Cuando la calma y la resignación retornaran al corazón de la reina, la primera medida fue convocar los miembros voceros de la comunidad de las hadas para decidir la suerte de la consejera a partir de aquel momento. Pero antes de hacerlo, Disamis y las demás hadas le permitieron  a Arietna hablar en su defensa, y esto fue lo que argumentó:

“Su Majestad, Reina Disamis. Como su mejor amiga y súbdita más fiel, no sabe cuanta desdicha siento por la pérdida de nuestro glorioso soberano, el Rey Darius, quien sacrificó su vida en este reino para devolverle a usted la de su hija, la princesa de los sueños, y así detener el caso que amenazaba con destruir nuestra comunidad.”

Después de lanzar una mirada envenenada con resentimiento y desprecio hacia el resto de las hadas, Arietna continuó su discurso diciendo:

“Sin embargo, al igual que usted, yo sólo he sido una víctima de este complot perverso, tejido con astucia y saña por Diodelas y Kálum, quienes seguramente convencieron a los cazadores y a las damas doradas de alterar los sueños mortales recolectados para hacerme quedar mal ante Sus Majestades Reales.”

Disamis escuchaba desconcertada las quiméricas palabras de la que una vez fue su mano derecha y entrañable amiga, y con un gesto de impaciencia rompió dramáticamente su silencio.

“Basta ya, Arietna. – replicó la reina – Todo este tiempo que llevo de conocerte, siempre esperé que lograras algún día controlar tu lado oscuro y, cuando eso sucediera, si por alguna razón Darius y yo faltáramos, estaríamos seguros de que cuidarías de este reino y de nuestro mayor tesoro, la princesa Jilshen, hasta que ella pudiera tomar mi lugar en el trono.”

Con cada vocablo que pronunciaba, la indignación de Disamis crecía cada vez  más hasta que concluyó su reprimenda, exclamando lo siguiente:

“Los resultados de tus acciones me hacen ver claramente que nuestra espera fue en vano. Más aún cuando, en lugar de reconocer tus errores, lo que haces es culpar a otros que intentaron disuadirte en el momento propicio, de cambiar el curso de tus planes descabellados y egoístas.”

Arietna interrumpió a Disamis diciendo: “Sólo trataba de mejorar el sistema de reelaboración de los sueños perdidos.”

“Lo que me molesta – respondió la reina– no  es que hayas tratado de introducir cambios para renovar nuestras instituciones, sino tu actitud soberbia que nunca te permitió ni te permite valorar todavía la opinión de los que se han visto trágicamente afectados con tus acciones.”

Con un tono más firme y envestido de gran autoridad, Disamis manifestó: “Es mi voluntad, entonces, separarte de tu cargo de Consejera Real y enviarte al Valle de la Meditación fuera del País de los Sueños Perdidos, de donde sólo podrás regresar cuando comprendas el inmenso dolor que le has causado a tu pueblo y encuentres la forma de compensarlo.”

Arietna no podía creer lo que acababa de escuchar. Su infinito orgullo le impedía distinguir el porqué de las hirientes acusaciones de la que una vez consideró su mejor amiga. Por más que protestó y protestó, no le quedó más remedio que cumplir con la sentencia impuesta por la Reina Disamis. Y fue así que la Consejera Arietna fue reemplazada por un organismo más participativo y representativo de la comunidad de las hadas, que nació en aquel entonces bajo el nombre de Real Consejo de los Sueños.

Pasaron muchos megaciclos de cultivo en el País de los Sueños Perdidos, y las punzantes heridas sufridas por Disamis y su pequeña hija después de aquel desafortunado incidente, fueron cerrando poco a poco,  no sin dejar marcadas dolorosas cicatrices que muchas veces permanecían ocultas bajo la superficie de sus emociones. La princesa Jilshen, quien se había convertido en una joven doncella, era el vivo reflejo de su madre, no sólo en apariencia, sino en estilo y conducta. Su belleza afloraba cada vez con mayor ímpetu, conmoviendo incesantemente los sentidos de quienes contemplaban sus brillantes ojos negros, su hermosa cabellera rizada de color castaño y sus labios profusos color vino, cuyo delicado movimiento lograba producir las más encantadoras melodías.

La princesa disfrutaba intensamente los momentos que dedicaba al cultivo de sus dotes musicales y literarios, ya que además del canto y el baile, no había poder de hadas en el reino que la alejara de su pasión por los libros. Para la reina, sin embargo, era de vital importancia que Jilshen no descuidara los estudios de las leyes y costumbres de su pueblo, y en la medida que supiera armonizar la diversión con el trabajo duro y el compromiso, Disamis no tendría que preocuparse por dirigir continuamente su atención hacia los deberes de su hija como futura reina del País de los Sueños Perdidos.

La soberana, al igual que los miembros de la comunidad de las hadas, siempre elogiaron el comportamiento de Jilshen, a quien percibían como una criatura inocente y sincera, con gran sentido de lealtad y obediencia, pero con iniciativa propia y creatividad, cualidades éstas que intentaba ocultar con un resistente manto de humildad. Al margen de todas estas virtudes, la princesa tenía una debilidad que el Real Consejo y hasta su propia madre desconocía, pero que la reina descubrió una noche antes de que su hija fuese hechizada por Turpana.

La joven princesa, desde que era una niña, desarrolló una enorme curiosidad por contemplar el contenido de las semillas que las damas doradas cultivaban. Sabía que sólo las hadas reales podían tener acceso a los sueños perdidos de los mortales antes de que se transformaran en los frutos que alimentaban el reino para luego retornar a sus dueños. A pesar del poder real que ostentaba, su juventud era un obstáculo que le impedía satisfacer sus deseos. Sólo los Reyes Padres tenían la suficiente autoridad para alcanzar tal distinción.

El afán de Jilshen por sentir en su alma, aunque fuera una diminuta gota de la esencia humana, así como su ingenio magistral para lograrlo fueron más poderosos que las constantes advertencias de su madre. “El acceso a los sueños perdidos – le decía Disamis – te está prohibido hasta cuando tu ser espiritual haya madurado lo suficiente para merecer este gran privilegio.”

Y fue así que la princesa ignoró por completo los avisos de la reina y se las ingenió para descubrir el lugar secreto donde Disamis escondía la llave etérea, en forma de estrella nevada, que abría el cofre de cristal azulado donde escondía el más precioso tesoro: los sueños perdidos de los seres humanos. Cuando apenas comenzaba a acercar su rostro para mirar de cerca en el interior de aquel mágico cofre, sucedió algo inesperado. De pronto, toda la habitación de la reina se convirtió en una nube de luz incandescente. Jilshen comenzó a gritar, muy asustada:

“No puede ser. ¿Qué está pasando conmigo? No puedo ver nada”

Y de la misma manera repentina en que se cubrió la habitación real con aquella brillante luz, así de rápido se apagó la voz de la curiosa princesa.

Cuando Disamis se dio por enterado de todo lo que había pasado con su hija, una angustia incontrolable se apoderó de su ser porque pensaba que Jilshen había sido castigada por desobedecer las leyes del país. De ser esto cierto, ni ella ni nadie más en el reino podrían hacer algo para rescatarla. Más, como no estaba totalmente segura, pues su corazón de madre albergaba todavía esperanzas, decidió utilizar su poder supremo de hada para atravesar el portal de contacto astral que la conduciría al mundo de sueños de su hija. Allí encontraría las respuestas que estaba buscando. Y colocando sus débiles manos sobre la frente delirante de la princesa, pudo lograr una conexión fugaz, pero lo suficientemente fuerte para calmar momentáneamente sus temores. La imagen que contempló fue suficiente para saber que no todo estaba perdido y eso era lo que importaba por ahora. Ya más adelante encontraría la forma de borrar ese rostro del mal que mantenía a Jilshen prisionera y que no la dejaba volver a su lado.

Se encontraba, pues, la reina Disamis discutiendo con los miembros del Real Consejo el grave problema que enfrentaban y las posibles maneras de solucionarlo, cuando un mensajero real, que había sido enviado al Valle de la Meditación se presentó ante la soberana y el Consejo, que se encontraban reunidos en la Sala Tribunal de Honor y Sabiduría. Tal como se sospechaba, la antigua consejera Arietna había escapado del obelisco de las Perseidas donde debía cumplir su condena para poder regresar al País de los Sueños Perdidos.

“Ahora no existe duda alguna. – expresó la reina – Arietna, quien ahora se hace llamar Turpana en los sueños de mi niña, encontró la forma de lanzar un maleficio contra ella para destruir su alma y condenarla para siempre.”

Tras percibir la consternación de Disamis, las voces de apoyo de los presentes no tardaron en escucharse. Diodelas fue la primera en hablar.

“Amada Reina. No podemos perder la calma en este momento. Arietna, o mejor dicho, Turpana, casi acabó con nuestro mundo una vez, pero gracias al sacrificio de nuestro valiente Rey Darius pudimos deshacer el encantamiento y fortalecer aún más el corazón oprimido de nuestro reino.”

Kálum apoyó a la dama dorada, diciendo:

“Diodelas tiene razón, querida Disamis. El destino nos regala la oportunidad a nosotros ahora de corresponder a su heroísmo y ayudarle a usted con nuestros dones a salvar a la princesa de los ataques perversos que Turpana, una vez más, pero con mayor conciencia de sus acciones, ha maquinado en su contra y en contra de su primogénita.”

La reina, fortalecida con tantas muestras de lealtad incondicional, expresó lo siguiente:

“Me siento afortunada, no sólo de tener a mi adorada Jilshen como hija, sino de tenerlos a ustedes y a todo mi pueblo, como guía y consuelo en medio de esta tempestad tan terrible.”

Repentinamente se escuchó un grito de alegría que provenía del extremo menos visible de la Sala Tribunal. Todos, incluyendo la reina, enfocaron sus miradas hacia ese distante punto, de donde comenzó a proyectarse muy despacio la figura de uno de los cazadores de sueños, llamado Aristeides. Disamis no comprendía el repentino entusiasmo de aquel joven cazador, quien hasta el momento no había dado señales de su presencia en aquella sala. Con la mirada fija puesta en la soberana de los sueños, Aristeides avanzó unos pasos hasta ubicarse en un sitio más próximo a los miembros principales del Consejo, donde pudiera ser visto y escuchado con mayor claridad.

“Su Majestad, Reina Disamis, la razón por la cual mis pensamientos han roto mi prolongado silencio, hasta arrancar de mi voz incontenibles gritos de júbilo, no es más que la sospecha de haber encontrado el camino que nos conducirá hacia la liberación de nuestra princesa.”

Sorprendidos todos con las palabras de Aristeides, quien siempre se había caracterizado por una actitud silenciosa y meditativa, le rogaron con impaciencia que explicara mejor lo que acababa de afirmar.

“Todos sabemos que los sueños perdidos de los humanos tienen un gran poder curativo. Una vez que maduran y retornan a sus dueños, tanto ellos como nuestro reino se fortalecen de una forma impresionante.”

“Ahora bien – continuó Aristeides – como la princesa Jilshen deseaba con todas las fuerzas de su alma deleitarse con el maravilloso manantial de ensueños que brota de la imaginación humana, llego a la conclusión de que el único remedio posible sería el sueño perdido de un ser mortal, el cual convertiría la pena en regocijo y la desdicha en felicidad eterna.”

Extremadamente complacidos con la acertada reflexión del joven cazador, todos estuvieron de acuerdo en ejecutar de inmediato tan magnífico plan y comenzaron a prepararse para las diferentes etapas de su realización. Lo primero sería designar a Aristeides como el líder más indicado para guiar a los demás cazadores en búsqueda del sueño anhelado, que sería entregado directamente a Diodelas. Una vez logrado esto, la dama dorada lo depositaría en la semilla mágica que la propia Disamis sembraría en los perturbadores sueños de Jilshen. A pesar de contar con el poder suficiente para acelerar el proceso, la reina sabía que tardaría un tiempo antes de que la semilla madurara para que el dulce néctar de su fruto pudiera destruir la savia venenosa que Turpana había inyectado en la esencia de la princesa. Al final, lo que importaba era que su niña sanaría una vez que el sueño regresara a su dueño original.

Pasaron varias lunas, y los esfuerzos de todos los sirvientes y cazadores de sueños perdidos eran inútiles. Ningún sueño era lo suficientemente poderoso como para deshacer el encanto.

Cierta noche, una noche de esas, estrellada y sublime, una noche llena de ilusiones y pensamientos de enamorados, en la cual la esfera lunar se encontraba más bella y resplandeciente que de costumbre, los cazadores de sueños recorrieron una vez más las mentes incautas de los seres mortales, que se encontraban sumidas las más profundas experiencias oníricas.

En una de aquellas viviendas, que se encontraban más cerca del mar, habitaba un joven cuyo nombre era Imanol. Sus ojos dibujaban, en ocasiones, una mirada agresiva que solía provocar signos de intimidación en aquéllos que la enfrentaban. Pero detrás de su fuerte personalidad, se escapaban, a menudo, gestos pletóricos de gentileza y ternura, que desembocaban en una cautivadora sonrisa.

Imanol laboraba en una fábrica de chocolates. Desde muy pequeño sus padres lo dejaron al cuidado de su abuela materna, quien trabajaba en aquella fábrica para llevar el sustento a su hogar. El niño asistió a la escuela hasta bien entrada la adolescencia, cuando su abuelita falleció y tuvo que empezar a trabajar y continuar sus estudios de forma independiente.

Al muchacho le apasionaban los deportes, y cuando tenía oportunidad, veía los partidos e, inclusive, jugaba con sus compañeros de trabajo en el campo de la fábrica. Sin embargo, la mayor parte del tiempo la pasaba solo, pues no tenía amigos ni parientes conocidos. Gracias a la invaluable herencia de enseñanzas y consejos que le había dejado su abuelita, y a su afán por la lectura de buenos libros, Imanol se sentía profundamente motivado en los momentos más difíciles. Aún más, su cuerpo, mente y espíritu tendían a fortalecerse insaciablemente con los sueños, que representaban válvulas de escape a sus emociones más intensas. El joven plasmaba sus más bellos sentimientos y más grandes ilusiones en sus sueños.

Fue el brillante resplandor de uno de estos sueños el que súbitamente llamó la atención de uno de los cazadores de sueños, quien se apresuró a comunicarle la noticia a Aristeides para que él determinara si era el sueño que habían estado buscando. Y aconteció lo que tanto esperaban. Del sueño perdido de Imanol emanaba esa fresca y perdurable fragancia, cargada con la dosis exacta del elíxir nosomántico hecho con espuma estelar, que sería capaz de alejar a la princesa de su lúgubre morada. No dudó Aristeides en atraparlo con las redes de humo flotante diseñadas especialmente para su captura. El resto de los cazadores le ayudaron a transportarlo por el túnel sideral que los conduciría con rapidez al reino de los sueños perdidos.

Mientras tanto, en el palacio real, Disamis esperaba con gran ansiedad el momento en que Diodelas le entregara la semilla curativa con el sueño perdido de Imanol. Apenas estuvo en su poder, la reina no dudó en sembrarla dentro del alma perdida de Jilshen.

“Querida hija mía – expresó la reina acongojada- permite que la mágica centella encerrada en esta semilla te libere de las pesadas cadenas que oprimen tus sueños con crueles pesadillas.”

Después de recitar lentamente estas palabras, el proceso de sanación dio inicio. La reina decidió, entonces, contemplar cómo el sueño perdido infectaba con su cálido esplendor los glaciales tentáculos de las fuerzas del mal. A medida que Disamis abría el cofre de cristal y se iba adentrando en el sueño de Imanol, se sentía cada vez más conmovida por una de las visiones más fabulosas que jamás en su vida había presenciado. Contempló una preciosa historia de amor, cuyos protagonistas eran su propia hija Jilshen y el joven mortal a quien pertenecía aquel sueño perdido.

Fueron incontables las batallas que tuvo que librar Imanol para llegar hasta donde estaba cautiva la princesa. Después de atravesar con éxito el túnel del tiempo y navegar por las agitadas y destructivas nebulosas de la soledad, el joven aventurero se mantuvo persistente con la idea de rescatar a Jilshen de las perversas garras de la hechicera.

Cuando por fin pudo arribar a la fortaleza siniestra gobernada por la malvada Turpana, ella lo esperaba con el propósito de acabar con él de una vez por todas. Imanol sabía que el poder de la bruja era ilimitado, casi indestructible. Su única debilidad se concentraba en un medallón con matriz de gemas nocturnas de donde emanaba toda su oscura energía.

Tras verse sometido a los diabólicos conjuros arrojados sin piedad por Turpana, el muchacho pudo finalmente burlarla. Se presentó entonces el momento decisivo, el cual fue aprovechado por Imanol sin vacilaciones. Tomó su flecha más potente, por él mismo construida y hecha de los más puros y nobles sentimientos que le inspiraba la princesa, y la lanzó con las pocas fuerzas que le quedaban. La flecha voló cual ráfaga de luz fulminante hasta incrustarse en el punto central del medallón. Una vez destruido, la cruel hechicera se fue consumiendo hasta quedar convertida en cenizas. De las cenizas se levantó una delicada silueta cuyo rostro afligido se negaba a vislumbrar la mirada impaciente de su salvador. La bruja que se hacía llamar Turpana y que deliberadamente tomó la forma ya conocida de Arietna, resultó ser en realidad la propia princesa Jilshen.

Disamis no podía creer, ni mucho menos comprender, lo que estaba sucediendo. La conversación que inició después de esta confusa escena terminaría por aclarar todas sus dudas.

“Sientes que nadie te comprende, excepto tú misma. Tus padres, tu familia, las amistades… todos, absolutamente todos, creen saber lo que es mejor para ti. Pareciera que vivieras en una jaula donde estás rodeada de observadores, y también de gente que te cuida, pero por más que intentes demostrarles que eres fuerte, siempre te verán como un ser indefenso que no sabe lo que quiere y, mucho menos, puede sobrevivir fuera de esa prisión de cristal sin continua vigilancia y oportuna ayuda.”

La melancólica voz de Jilshen provocó en Imanol una urgente necesidad de llevar un poco de aliento y esperanza a su corazón herido a través de las siguientes palabras:

“Querida princesa mía: Necesitas admirarte y respetarte primero a ti misma para que los demás comiencen a admirarte y a respetarte como tanto deseas que lo hagan.”

Después de una pausa para asegurarse de captar la total atención de la joven, Imanol continuó diciendo:

“Las cosas no siempre resultan como las planeamos. Prefiero concebir la vida como un sueño, un mundo imaginario, donde podemos ser, sentir y hacer lo que queramos y, si en dado caso las cosas no salen como lo esperamos, llegará el momento en que despertaremos sin sufrir ningún daño. Es este poder tan inmenso el que me libera de los prejuicios, la intimidación, la falta de fe en mi mismo y en el futuro, y, sobre todas las cosas, el miedo a amar de verdad y confiar en que otros puedan amarme con la misma intensidad.”

“Por favor, toma mi mano” – le suplicó Imanol, confiando en que sus palabras sinceras hubieran logrado convencer a la princesa de abandonar ese tormentoso mundo de calamidad y pena en el que estaba sumida. Ella le permitió guiarla fuera de aquella fortaleza sombría hacia un nuevo reino, construido con mucho sacrificio sobre las cenizas de la maldad, convertidas en cenizas de  bondad por el amor y la ternura de los jóvenes amantes.

La reina no pudo contener más las lágrimas ante la amarga e inimaginable verdad detrás del sufrimiento de su hija. Mostrando signos de extrema debilidad, caminó tambaleante hacia donde permanecía el cuerpo inmóvil de Jilshen y se aferró a él hasta caer suavemente a su lado. Así permanecieron las dos, entrelazadas, como cuando la princesa era tan sólo una bebé y su madre le cantaba lindas canciones de cuna  y la arrullaba para calmar su llanto. Ahora Disamis extrañaba aquellas épocas cuando Darius y ella se apoyaban mutuamente y sabían como disolver sus conflictos antes de que amenazaran con destruir su amor.

El sueño de Imanol, además de revivir esos maravillosos recuerdos, se presentó como una temprana señal que le permitiría reaccionar anticipadamente sobre las emociones ocultas de su hija. No podía permitir que Jilshen acabara sufriendo el mismo destino incierto que Arietna había forjado para sí misma. De no haber  sido por la travesura cometida por la princesa, sus ojos habrían permanecido vendados por demasiado tiempo. Cuando Jilshen intentó absorber a escondidas el contenido del cofre de cristal, su espíritu incauto e inmadura debió ser víctima de la barrera electrostática protectora de los sueños perdidos, la cual, al verse amenazada por la joven princesa, hizo emerger en ella su lado oscuro, haciendo que su alma colapsara y cayera en el mundo de tinieblas, de donde fue rescatada valerosamente por aquel joven mortal.

Cuando por fin despertó el hada durmiente de su sueño invernal, la habitación le daba vueltas como si estuviese en medio de un feroz torbellino. Aunque no tardó en sobreponerse, todavía sentía una especie de vacío, una misteriosa y extraña necesidad de recuperar algo que había perdido al despertar, pero que no lograba recordar lo que era. Fue en ese instante de conmoción que pudo sentir la presencia de Disamis, recostada plácidamente junto a ella. Después de lo que había hecho, desafiando plenamente su autoridad, allí estaba su madre, cuidándola y protegiéndola de las merecidas consecuencias que, de seguro, sus malas acciones harían caer sobre ella.

Pero lo que ocurrió después no tuvo nada que ver con castigos y condenas. Resultó ser que, mientras la reina dormía, una flama perpetua se desprendió del interior del cofre de los sueños perdidos. Como Disamis estaba muy débil para sellarlo, permaneció abierto lo suficiente para que uno de los sueños mortales, aquél que se hallaba saturado con las increíbles proezas de Imanol, no sólo regresara a su creador, sino que transportara su espíritu hacia esa misma habitación donde Jilshen y su madre yacían tranquilamente.

Al tratar de avanzar hacia el lugar donde las dos hadas reposaban, el muchacho quedó atrapado dentro del espejo mágico que bloqueaba su paso hacia el País de los Sueños Perdidos. Su rostro desesperado logró conmover de forma inexplicable a la bella princesa, que se acercó a él, profundamente extasiada con la imagen reflejada en aquel antiguo espejo. De repente, el vacío que sentía su ser empezó a colmarse con los recuerdos de un sueño maravilloso, una visión fantástica que acababa de vivir con este joven mortal y que deseaba, con todas las fuerzas de su corazón, volver a experimentar.

Mientras Jilshen e Imanol se miraban el uno al otro, como queriendo atravesar el poderoso muro que los condenaba a seguir separados eternamente, la reina acababa de recuperar las energías vertidas a favor de su hija. Pero todavía un último esfuerzo de su parte era requerido. Parecía innegable que de la felicidad de la princesa dependía también la felicidad de todo el reino. Por lo tanto, sintiendo en que lo que estaba a punto de hacer era lo mejor para Jilshen y para su pueblo, y contando de antemano con el apoyo del Real Consejo, permitió que Imanol entrara al mundo de su amada Jilshen, haciendo girar completamente la llave de estrella hasta suspender temporalmente el vínculo con el mundo mortal. Una vez cumplida su misión, Disamis envió un cariñoso gesto de despedida a su hija, y desapareció momentáneamente para dejar que los jóvenes pudieran disfrutar de la compañía de cada uno y compartieran sus sentimientos libremente.

“Desde que soñé contigo –susurró Imanol con lágrimas en los ojos– supe  que este momento llegaría. El motivo de mi desesperación no era la duda de no volver a tenerte, sino la incertidumbre de cuánto tiempo pasaría antes de volver a estar contigo. Ante todo, deseo que seas mi mejor amiga…No sabes cuanto te amo y te necesito.”

Jilshen, visiblemente emocionada, no podía creer que el hombre de sus sueños estuviera tan cerca de ella…Sentía que estaba a punto de desmayarse, embriagada con el armonioso sonido de su voz y el aroma irresistible de su esencia mortal. Tratando de mantener su mirada fija en el muchacho que tanto amaba, le respondió:

“¿Jamás te ha pasado que deseas algo con tanta intensidad y, aunque crees imposible que se realice algún día, eso no impide obsesionarte con ello y confiar en que, de una u otra forma, se cumplirá…que será algo así como el destino?”

Antes de que Imanol contestara su pregunta, la princesa continuó diciendo:

“Pues pienso que mi espíritu cautivo por fin decidió volar a través del cielo tempestuoso y deshacerse de las cadenas del miedo que le impedían alcanzar este amor tan perfecto. Aunque en verdad no sé con exactitud cuanto me amas y me necesitas, la felicidad que me haces sentir es suficiente para convencerme del carácter indisoluble de nuestra unión.”

Después de escucharla pacientemente, Imanol comenzó a acariciar su rostro, y tomó sus delicadas manos entre la suya. Luego, sonrió y se acercó para darle un tierno beso en la mejilla, al que ella respondió con un fuerte y prolongado abrazo.

De esta manera, el valiente Imanol, cuyo nombre mortal fue cambiado por el de Járlem, jamás volvió a sentirse solo. Comprendieron ambos jóvenes que los sueños, si son lo suficientemente fuertes y poderosos, pueden llegar a transformarse en una hermosa realidad.

 

 

 

 

 

 

 

 

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