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Doña Maruja Y Los Martillos

A doña Maruja Hernández siempre se le regalan martillos, no importa la fiesta que fuere; Navidad o cumpleaños, el día de su santo, aunque confieso no sé si existe una Santa Maruja, pero sí su segundo nombre, Antonia. Hasta la fecha tenía una pequeña colección de cuarenta y tres martillos, para ella era un misterio. En los primeros años de ese complot familiar, reunía todas estas herramientas en la mesa y trataba de disipar algún mensaje oculto, pero no encontró nada, y los martillos siguieron llegando. En suma los había de todos tamaños, con mangos de madera y de goma, también de hierro. Simplemente era un misterio que había acabado con todas las sorpresas de los regalos futuros.

Maruja era demasiado tímida para preguntar a cualquiera por los inusuales presentes, con el tiempo cuando los vecinos se unieron a la moda de los martillos, aprendió a fingir sorpresa. Vilma su hija, la observaba correr con la prisa que le permitía su edad, después de cada regalo rumbo al escaparate donde los guardaba, después de clasificarlo y pensarle un sitio. A veces ella se acuerda que al comienzo pensaba que era una broma; ella gozaba de buen humor, pero no era así,  terminó resignándose y hasta agarrándole gusto. A medida que su colección crecía ella fue encontrándole otros usos, cuando el insomnio atacaba abría la puerta del escaparate y los contaba hasta que se dormía, como si fueran ovejitas, a veces los utilizaba como  aguanta libros y otras de pisapapeles; en fin los martillos no salían de su cuarto, era una colección privada; ni siquiera su hija sabia de tal existencia. Ninguno de ellos fue utilizado para el sencillo acto de clavar un clavo, los apreciaba mucho como para una tarea tan vulgar, para eso ella guardaba una gran piedra en la cocina, y como los años la habían dejado medio ciega y la piedra pesaba mucho, siempre se pisaba un dedo. Los que la amábamos notamos tan penosa situación, y sin proponérnoslos siquiera íbamos aumentando el tan particular conjunto.

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Hastío

La tarea empieza en cada traste que se lava,  el jabón limpia la grasa,pero no logra despojar la suciedad del todo.

El agua hace su deceso lentamente del grifo,  la secuencia de imágenes registradas se muestran en diapositivas al  iris del ojo avisor de la jornada.

Los pisos brillan con la oscuridad permitida, la luz deja rastros vagos como filos blancos muy delgados que se pierden con el tosco decorado de estas baldosas pérdidas en la inmundicia del fastidio.

Los transeúntes acoplan de a uno sus pasos,  el control del hastío empezó a tomar lista poco a poco a  los asistentes del funeral del libre albedrío que dicen ¡presente! Al patrón de la torpeza que con su ingenua nobleza toma el control del caos que no descansa nunca, lo dispersa a lo largo de las paredes descoloridas,  enfermas de dolores ajenos contenidos en sus fisuras,  con batientes sometidos a la mudez de puertas melancólicas de aquellos días de felicidad cuando los reflejos del sol daban color a todo, donde la esperanza sobrevivía a días de lluvias y tormentas.

Su funesto entorno de verdes anémicos, residuos de una fachada que desdibuja lo que deslumbraba a quién supo de su existencia. Y es que en pasado hablan sus cuartos a este hastío que hace de su rutina un fracaso,  no como cualquiera pues hay que celebrarle su original hostigamiento, su táctica es sutil casi,  casi invisible de tacto. Las hojas forman una rústica tonada intentando alegrar tal descontento,los despojos del otoño revuelto de primavera e invierno se forman en su suelo como una alfombra, la intención es buena,  sin embargo de poco efecto.

Hastío ha hecho suyo todo cuanto ha visto, nada es normal después de él.  Los asistentes del funeral  parten más dispersos, más confundidos y es que con hastío nunca nadie puede vivir el libre albedrío.

 

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