La Última Estación

“La muerte es un castigo para algunos. Un regalo para otros. Y para muchos un favor”. Séneca

 LA ÚLTIMA ESTACION

A Juan José:

       Ayer a la noche falleció mi padre, don Arturo Ledesma. Un hombre harto de sufrir y disgustado al verse transformado en una piltrafa humana.

       Esta mañana abrí un e-mail del geriátrico donde subsistió los últimos siete años, desde que un accidente cerebro vascular lo dejó hemipléjico. La Regente del Hogar San Andrés me informaba que una hora después de cenar comenzó a quejarse que le faltaba el aire. Como tantas otras noches le hicieron dos puff de Salbutamol, pero esta vez sus pulmones no respondieron. Preocupada, quizás porque se le esfumaban tres mil quinientos pesos mensuales, llamó de inmediato al Servicio de Urgencias de su prepaga. 

       Lamentable o afortunadamente, según como se miren la vejez y la dignidad personal, la ambulancia arribó cuando él ya había partido hacia la estación terminal.

       No tengo otro remedio. Debo afrontar el suceso de forma natural. Como una liberación antes que una pérdida. El deceso cuando se padece una enfermedad caracterizada por el sufrimiento y el deterioro debe ser tomado como un bálsamo. Excepto por propio deseo, nadie debería vivir así.

       En menos de media hora estaré en Retiro. Subiré al tren que me llevará hasta Caseros. Firmaré los papeles de rutina. Recogeré sus pertenencias personales, donaré sus prendas de vestir a alguno de los internos y efectuaré los trámites necesarios para su cremación. Su cuerpo será llevado por la Cochería Martín al depósito de fiambres.

       No habrá velatorio. Nunca me gustaron. Allí la gente, casi siempre, concurre por motivos espurios y diversos. Unos asisten por obligación. Ni bien llegan comienzan a contar chistes, hablan de negocios y hasta se levantan alguna divorciada. Otros acuden por curiosidad. Para ver cuantas lágrimas derramarán sus deudos o como quedó el finadito. Pocos son los que realmente pueden sentir el desconsuelo de los que añoran al que ya no está. Es algo así como exponer a alguien a una última función del pan y circo cotidiano. Yo no tranzo. Estoy grande para creer en los Reyes Magos.

       El Rector del Colegio “47”, cuando se enteró del triste acontecimiento, se abalanzó hacia mí, uniéndome en sus brazos. Mientras me ofrendaba  sus condolencias, me sugirió que tomará lo que resta de la semana de licencia. ¡Al fin y al cabo no se muere un padre todos los días!, me exclamó. ¡Que grotesco!, cuando mi papá tuvo el infarto cerebral le requerí dos días para cuidarlo y me dijo que los alumnos no se podían quedar sin sus clases de filosofía. Y ahora que no lo necesito me ofrece el doble de tiempo. Yo me pregunto: ¿Qué es más importante: la desaparición física de un ser amado o su bienestar?

       A mi viejo, ya lo venia velando en vida hace más de un lustro. La muerte de un anciano es un callejón sin salida que se va cerrando hacia lo más esencial. Es un camino de decrepitud en el que la calidad de vida se deteriora día a día, precisando de asistencia para realizar acciones vitales como vestirse, asearse o comer. Lo importante ya no es vivir. Es no sufrir más de lo necesario.-

Martes, 09 de marzo de 2010, 02:48:41 P.M.

Gustavo G. Merino.-

 Fuente: Relatos Sueltos

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