Falsa Esperanza

Melissa se llevó las manos a la boca; estaba en shock. No podía creer lo que estaba sucediendo. Los gritos de sus amigos y familiares se escuchaban como sonidos irreales, casi como si su cerebro se rehusara a reconocer lo que estaba pasando. Veintisiete personas dejaron la ciudad y ahora solo quedaban ella y su padre. Sus dedos se mojaron con la sangre tibia que manaba de sus heridas abiertas en el rosto, justo en donde debían estar sus labios. Su sangre aún era de color rojo, pero estaba consciente que no tardaría en cambiar a una tonalidad azulada. Empezó a sentir el dolor y comprendió que la criatura le había arrancado los labios de una sola y brutal mordida. Retrocedió horrorizada y mirando a su atacante. La criatura aún reunía ciertos rasgos humanos: su piel pálida y lisa le permitía deslizarse por el suelo igual que un anfibio, en su espalda y cabeza crecía una extraña especie de hierbajos azules, consecuencia de la contaminación con la lluvia azul.

—¡Corre! —chilló su padre. Melissa lo vio por última vez rodeado por aquellas criaturas bautizadas como la “Podredumbre”. Antes, cuando aún funcionaba la radio, la televisión y el Internet, los habían nombrado con aquella rara denominación. Era difícil imaginar que ellos también eran humanos.

Melissa no podía simplemente quedarse ahí y verlo morir. Su padre era quien los había animado a dejar la ciudad. El agua y la comida se habían terminado, quedarse era un auténtico suicidio. La chica asiática, delgada, herida y frágil fue hacia su padre. Él ya estaba muerto y ella lo sabía, pero aún así no podía abandonarlo. La podredumbre se reunió alrededor de su cuerpo desgarrado, eran al menos quince de ellos. Emergieron del agua sorpresivamente mientras caminaban por las viejas vías ferroviarias buscando una salida segura de la ciudad. Melissa se unió al forcejeo. Las quince criaturas la ignoraron… o tal vez la confundieron con uno de los suyos.

—¡Suéltenlo! —suplicó llorando y sangrando. Tomó el cadáver de su padre por los hombros mientras las criaturas le abrían el vientre para sacarle las entrañas, ansiosas por probar la carne—. ¡Basta! ¡Por favor! ¡Son humanos! No hagan esto. —gritó intentando encontrar algún tipo de raciocinio en aquellas bestias. Tan solo el día anterior su padre le explicó que aquellos seres también eran humanos, solo que experimentaron síntomas diferentes luego de la contaminación con aquella sustancia azul.

Desgarraron el cuerpo de su padre frente a sus ojos; en medio del forcejeo ella logró quedarse con la cabeza al tiempo que la podredumbre arrastraba el resto del cuerpo hacia las profundidades del agua helada. Sin querer, le dio las gracias a aquel Dios que la había abandonado, porque sabía que su padre había muerto rápido. Solo lo escuchó gritar una única vez antes de que las bestias le rompieran el cuello en medio del festín. Abrazó la cabeza de su progenitor y corrió con ella tan lejos como pudo. La podredumbre la miraba desde el agua. Ella sentía mucho dolor, pero el miedo la impulsó a correr mucho más lejos. Su abrigo estaba empapado de sangre. La gran mancha roja era suya y la otra mancha, la de color azul, sin duda correspondía a la sangre de su padre quien se había contagiado con la lluvia azul que acabó con el mundo.

Perdió el equilibrio al pisar por accidente uno de los rieles; cayó estrepitosamente y la cabeza de su padre rodó unos seis metros lejos de ella. Intentó levantarse rápido, pero ya era tarde. Los fríos dedos de la podredumbre se cerraron alrededor de su tobillo. —¡Auxilio! ¡Por favor! —vociferó antes de recordar que ya no quedaba nadie más. Miró hacia el cielo y vio la enorme ciudad negra desplazándose por encima de las nubes. No era la primera que había visto. Antes de la lluvia azul el cielo se llenó con aquellas ciudades. Hace un año lo llamaron “el encuentro de dos civilizaciones”. —Sarta de imbéciles… —pensó al rememorar las palabras de una reportera que anunciaba con emoción la presencia de aquellas ciudades sobrevolando los cielos. Sintió deseos de luchar hasta su último aliento, pero en lugar de eso se rindió y se entregó a la bestia. Le rezó al Dios que la había abandonado, suplicándole una muerte rápida. Vio a la podredumbre a los ojos. Su piel era fría y tenía ramas y hojas azules creciendo en su espalda y cabeza. La criatura se sentó sobre ella, lista para morderla en el rostro nuevamente. El chasquido de un arma llamó la atención de ambos.

—Cierra los ojos —ordenó una voz masculina. Melisa obedeció y el hombre disparó su escopeta modificada. Los perdigones salieron de cuatro cañones al mismo tiempo. La cabeza de la criatura estalló en una erupción de huesos, dientes, sangre azul y sesos. Melissa se desmayó poco después.

Cuando abrió lo ojos se encontró mirando la ciudad oscura, alejándose entre las nubes. No podía moverse. El misterioso hombre le había asegurado las manos y las piernas. —No quiero lastimarte… —advirtió al notar que Melissa estaba despierta. El hombre también estaba enfermo, tenía una hemorragia nasal y su sangre ya se había tornado de color azul. La chica observó el machete que el hombre sujetaba. La hoja estaba ardiendo al rojo vivo como si la hubieran dejado un buen rato al fuego. —Te he dado algo para mantenerte dormida, pero no está funcionando y si te dejo así esas heridas se van a infectar; espero que entiendas que necesito cauterizar. —se disculpó antes de llevar la hoja ardiendo a los labios destrozados de Melissa. La joven aulló de dolor mientras experimentaba la sensación de la carne en su rostro y sus encías quemándose. Se desmayó una vez más.

Se mantuvo entre despierta e inconsciente los siguientes días. Perdió varias de sus piezas dentales por lo que el misterioso hombre la alimentó reduciendo la comida a una papilla blanda que ella podía tragar sin mucho esfuerzo, usando lo que parecía ser un embudo de plástico para evitar rozar las áreas lastimadas. Se instalaron en la parte alta de una torre de energía eléctrica. El lugar estaba abandonado y la podredumbre se movía por todas las áreas que estaban parcialmente inundadas. Melissa se recostó sobre un conjunto de trapos viejos que probablemente pertenecieron al grupo de personas que ocupaban aquella torre eléctrica antes de que ellos llegaran. Se tomó un momento para mirar con atención a su salvador. Se le notaba el deterioro en la piel a causa de la radiación, había perdido todo su cabello y le quedaban unas pocas uñas aún unidas a la carne. El hombre se presentó como Augusto, era tan alto como su padre, le calculó un metro 80 de estatura. Siempre llevaba puesta una alargada gabardina negra.

—Gracias… —masculló ella con algo de dificultad debido a sus heridas. Augusto se dio la vuelta y la miró dedicándole una rápida sonrisa. Ambos estaban en la parte alta de la torre de energía observando el amanecer. Otra ciudad negra se apreciaba desplazándose en el horizonte. —¿Por qué me ayudaste? —indagó genuinamente confundida y recordando que al final las personas se volvieron egoístas y no ayudaban, por el contrario, robaban a cualquiera que tuviera mayores posibilidades de sobrevivir. Por eso su familia permaneció tanto tiempo en la ciudad.

—Perdimos porque no fuimos capaces de ayudarnos entre nosotros — reflexionó Augusto luego de una incómoda pausa. Melissa aflojó las vendas que le cubrían la parte baja de su rostro. No podía hablar bien con aquellas gazas apretándole la mandíbula. —Ellos son el enemigo. —anunció señalado a la gigantesca estructura negra que flotaba a lo lejos por encima de las nubes—. Perdimos porque olvidamos que eran ellos nuestros verdaderos enemigos. —insistió Augusto manteniendo una mirada particularmente rencorosa en aquella impresionante estructura flotante. Melissa no recordaba haberlo visto molesto en ningún momento.

—No fueron ellos los que mataron a mi padre, a mi familia y a mis amigos —musitó haciendo una pausa en un intento por combatir el dolor que aquejaba toda el área alrededor de su mandíbula— ellos solo están ahí arriba mientras que aquí abajo tenemos que sobrevivir a la contaminación azul, a la radiación y a la podredumbre. —aclaró la mal herida chica, rememorando a el horrendo salvajismo de aquellas bestias.

—Ellos, “la podredumbre” —aclaró Augusto dirigiéndole una mirada con cierta lástima a su acompañante— ellos son los menos afortunados; la contaminación que desencadenó la sustancia azul en la lluvia, los hizo mutar en esas cosas. —explicó el misterioso hombre.

—¿Cuántos humanos crees que quedan? —preguntó la chica evadiendo el comentario sobre la podredumbre.

—Se dice que la lluvia azul mató al 70% de la población humana en las primeras tres semanas. Un 10% mutó debido a los efectos de la contaminación convirtiéndose en lo que llaman “Podredumbre” y el 20% restante somos nosotros. —detalló Augusto. Melissa no estaba escuchando nada nuevo. Ella era consciente de esas cifras porque fue una de las últimas cosas que se divulgaron en la red antes del cierre completo de todas las comunicaciones digitales—. He revisado tus heridas —destacó Augusto fingiendo una rara expresión de alegría— aún es un poco pronto para sacar conclusiones, pero pareciera que estás empezando a cicatrizar. Si todo sale bien, en un mes estarás lista para continuar el camino que pretendías seguir originalmente. —pronosticó el hombre. Melissa se burló de él y el hombre se mostró confundido.

—Augusto ¿Es en serio? —ironizó la muchacha— esto es todo lo que nos queda; no hay nada más. —argumentó mostrándole el panorama que se extendía frente a ellos. El agua sucia y azulada se extendía por varios kilómetros inundando los pueblos más cercanos y matando toda la poca vegetación que había sobrevivido a las primeras olas de radiación. En el panorama, lo único que se veía completo era la imponente ciudad oscura—. Me quedaré contigo. —sentenció la joven.

—No me queda mucho tiempo —admitió Augusto.

—Lo sé —corroboró la chica que lo escuchaba todas las noches tosiendo sangre azul.

—Tal vez exista un lugar —indicó bajando la mirada. Melissa puso una mano sobre su hombro instándolo a hablar— antes que se cayeran todas las comunicaciones digitales anunciaron que existía una estación ferroviaria sobre el mar, construida precisamente para ayudar a las personas como nosotros. —detalló el hombre mirando a su acompañante con gesto esperanzador.

Melissa sabía de lo que estaba hablando. Su padre también había escuchado sobre aquella estación, pero no era más que solo una mentira. La mayor parte del planeta estaba contaminado por aquella sustancia azul. Si sobrevivían a los constantes ataques de la podredumbre, seguramente no sobrevivirían a las otras personas: ladrones, violadores, asesinos. El mundo se había convertido en un lugar horrible. Lo mejor que podían hacer era mantenerse en aquella torre y esperar la muerte juntos. Los seres en el interior de aquellas ciudades negras ya debían tenerlo todo calculado. El planeta ahora les pertenecía y solo debían esperar unos meses más para que el último humano sano muera de hambre, o a manos de la podredumbre. La chica se preparó para detallarle la cruda realidad a su salvador y por un momento, vio el rostro envejecido de su padre reflejado en la mirada inocente de Augusto.

—Busquemos la estación —dijo Melissa, sorprendida por sus propias palabras. Augusto lloró de felicidad con una mezcla de sorpresa y emoción ante aquellas palabras. Ella sabía que no existía tal estación, pero quería que su salvador pasará sus últimos días impulsado por una falsa esperanza. Al menos así no moriría triste.  

Todos los Derechos Reservados, Andys J. Montenegro (C) 

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