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El Cazador De Colmillos

EL CAZADOR DE COLMILLOS: un relato de Crónicas Sombrías.

Llegar hasta la casa me ha costado horrores; nunca mejor dicho. Por el camino he tenido que cazar a tres que vigilaban los alrededores, además de dos de esos enormes cancerberos que usan como perro guardián. Me siento agotado, dolorido, pero he conseguido llegar de una sola pieza; y eso es para celebrarlo. No creí que lo conseguiría.
Se trata de una casa muy antigua; una enorme casa de dos plantas que debe tener al menos una veintena de habitaciones. Me recuerda a esos caserones encantados de las viejas películas. Y el aspecto que presenta en estos momentos, tan cerca del ocaso, es realmente aterrador.
¿Qué demonios ha sido eso? Me ha parecido ver moverse una cortina en el piso superior. Ahora me fijo en que todas las cortinas de la casa aparecen corridas, naturalmente, y ni una sola luz parece reflejarse desde el interior. Si no supiera la verdad podría pasar por una casa abandonada.
Por fin me armo de valor y salto la verja metálica que me separa del pequeño jardín. No hay más de diez metros hasta la puerta de la entrada, y los atravieso a gran velocidad, cerca de los arbustos, por si he de tirarme al suelo y evitar que me vean.
Al llegar frente a los cinco escalones de madera que me separan de la puerta de entrada me detengo un segundo, casi dudando, y echo un nuevo vistazo a la segunda planta; hacia aquella ventana en la que antes me ha parecido ver moverse una cortina. Y ahora compruebo que la cortina aparece un poco abierta; apenas unos centímetros, pero lo suficiente para que puedan espiar desde dentro. No sé qué hacer. Conozco mi obligación, sé lo que he de hacer; así que aparto el miedo a un lado y subo los escalones. Al pisar el tercer escalón noto que cede suavemente bajo mi bota y cruje con un sonido de madera podrida. El ruido llama la atención de uno de ellos; uno de situación inferior que se arrastra viscosamente frente a mí y me mira por un segundo antes de saltar en busca de mi cuello. Mi movimiento es fluido y perfecto; saco una botella de agua bendita del bolsillo interior de la cazadora y se la estampo en la cabeza. El pequeño monstruo cae ante mí dando unos gritos de agonía que amenazan con llamar la atención de todo el vecindario, así que opto por darle un fuerte pisotón y acabar con el escándalo.
Cuando por fin cesa de chapotear en su propia sangre, intentando inútilmente conseguir algo de aire, dirijo el haz de luz de mi linterna hacia él y descubro mi error. No se trata de uno de ellos. No es más que un pequeño gato doméstico; y, naturalmente, no ha muerto a causa del agua bendita, sino del botellazo en la cabeza, los cristales rotos que han desgarrado su carne y el pisotón final.
Envuelvo los restos del animal en un trapo que saco del maletín, lo guardo dentro y seco lo mejor que puedo los restos de sangre de la madera del poche, intentando dejar el menor rastro posible de mi presencia en este lugar.
Después saco el Táser del maletín y me lo pongo en el cinturón. Si hay criados humanos en la casa no es necesario matarlos, ya quedamos muy pocos; una buena descarga eléctrica será más que suficiente para dejarles fuera de combate.
No tardo más de un minuto en forzar la cerradura y entrar en la casa. Cierro la puerta con cuidado, procurando no provocar ningún ruido que me delate ante las criaturas. Algo se mueve allí arriba, al final de esas enormes escaleras de madera que ascienden en semicírculo hasta la segunda planta.
Me quedo petrificado al oír lo que, a unos oídos menos experimentados, le parecería una simple voz humana. (Yo sé que se trata de la matriarca del cubil).
—¿Mizzy? —llama la maldita. Está buscando al gato (que seguramente no era otra cosa que un maldito guardián del infierno; como los perros, o los tres que me he visto obligado a eliminar por el camino porque se hacían pasar por vecinos humanos paseando a sus mascotas).
Una luz se enciende allí arriba cuando he subido la mitad de la escalera, y los pasos de unos pequeños y descalzos pies avanzan claramente por el pasillo haciendo crujir la madera de una manera escalofriante que me pone los pelos de punta. Me agacho junto al pasamanos de fría madera, saco del maletín el machete con hoja de plata y empapo el filo con el agua bendita de la única botella que me queda.
Sería demasiado bueno acabar con la matriarca tan pronto. Seguro que hay algo que me lo estropea, pienso. Y ahí está.
—¿Mamá? —llama una voz que a un oído menos experimentado le parecería la dulce voz de una niña.
Pero no. No he de dejar que mis sentimientos interfieran con mi misión; mi transcendental misión. He de concentrarme, y tener claro qué son en realidad; no he de caer en sus burdos trucos. He de recordar la clase de retorcidas y peligrosas criaturas que pueden llegar a ser, y lo que han hecho con el mundo en los últimos años.
Escucho como los pasos de la matriarca cambian de dirección y se alejan pasillo adelante, en la dirección de la que provenía la voz de la otra criatura; salvando así su cuello, de momento.
—¿Qué pasa, cariño? —dice la voz de la criatura matriarca. Mientras, aprovecho el momento para deslizarme al interior de un pequeño armario de puertas correderas que descubro al final de las escaleras y me preparo para actuar en cuanto tenga ocasión.
Apenas escucho las voces de las dos criaturas, hablando sobre algo que no llego a entender, dentro de su cubil. Seguramente será el dialecto que hablan los malditos. Consigo captar algunas palabras sueltas que dejan fluir en idioma humano por si hay alguien escuchando: pesadilla, miedo, dormir, y poco más. ¿Estarán hablando de mí? ¿Saben que estoy aquí, y están planeando convertirme? Con esas taimadas criaturas nunca se sabe. Más vale que esté preparado, por si acaso.
Al fin dejan de hablar, y puedo ver a través de la puerta del armario, que he dejado entreabierta, que se apaga la luz de esa habitación. Veo salir a la matriarca y dirigirse de nuevo hacia su habitación (su cubil infernal); y respiro más pausadamente.
Paso casi una hora sin moverme dentro del armario, asegurándome de que los muertos duermen. Las piernas me hormiguean y la espalda está a punto de matarme; así que decido salir del armario, y el terror me invade cuando lo hago. Veo con toda claridad, a través de uno de los ventanales, que ha oscurecido totalmente allá fuera. He esperado demasiado.
El timbrazo resuena por toda la casa, sobresaltándome, y de nuevo se encienden las luces al final del pasillo. Entro una vez más en el armario y dejo abierta una rendija entre las dos hojas, la mitad de pequeña que antes; lo justo para ver algo. La lluvia comienza a golpear los cristales de las ventanas con fuerza, creando un continuo y molesto sonido que apenas me deja escuchar los pasos de la matriarca un segundo antes de pasar frente a mi armario. Veo de refilón el blanquecino camisón bajando las escaleras. Deslizo a un lado la puerta, hasta que puedo ver el final de las escaleras desde mi posición sin abandonar el interior de mi refugio.
La criatura abre la puerta de entrada, y puedo ver claramente al inesperado visitante bajo el reflejo de la lámpara del porche, que permanece ahora encendida. La lluvia cae sobre su uniforme de manera ininterrumpida, empapando la tela, y el maldito sonido del agua apenas me permite escuchar la conversación.
—Seguridad de la zona, señora. Perdone que la moleste a estas horas; veo que ya se había metido en la cama.
—No se preocupe, agente. ¿Qué necesita?
Las palabras de la criatura matriarca salen con suavidad de sus labios; casi de una manera sexy. Estoy seguro de que está controlando al hombre con su mirada. Malditas bestias.
—No quisiera alarmarla, señora. Sólo quería preguntarle si habían visto a alguien sospechoso por la urbanización en las últimas horas. La policía local nos ha hecho llegar una foto de un individuo que fue denunciado la semana pasada por merodear por nuestras calles de manera sospechosa, y hay un vecino que dice haberle visto hace una hora a un par de calles de aquí.
El agente saca un pedazo de papel (una foto, supongo) y se la muestra a la criatura. La matriarca niega con la cabeza.
—La verdad es que no he estado aquí en todo el día, agente…
—García. Agente Jaime García.
—Pues, como le decía, apreciado agente García (coquetea la criatura de manera indecente), he llegado a casa hace un rato y me he metido directamente en la cama.
—¿Hay alguien más en la casa que pueda haber visto algo?
—Sólo mi niña. Lo siento. ¿No será peligroso ese hombre, verdad?
Lo siento señora, pero eso es algo que no sé. Tan sólo me han dicho que merodeaba por aquí. Iré a echar un vistazo, con su permiso.
El hombre saluda inclinando suavemente su gorra y baja caminando hacia atrás los escalones del porche, sin quitarle ojo a la criatura y su indecente camisón.
—Si ve cualquier cosa sospechosa no dude en llamar —se despide por fin. Y desaparece bajo la lluvia.
La puerta se cierra de nuevo, alejando el reflejo de la lámpara exterior y sumiendo una vez más el interior de la casa en tinieblas. La criatura alza la cabeza hacia la escalera. Me ha visto, maldita sea. Estoy seguro de que me ha visto; aunque no haga gesto alguno que la delate.
Comienza a subir las escaleras con decisión. Estoy sudando y el corazón parece que se me vaya a salir por la boca. El machete está a punto de resbalar de mis manos, lo rescato en el último segundo. La criatura se encuentra a menos de un metro del armario, avanza directamente hacia mí. Alzo la mano con el machete en ella, y aprieto demasiado fuerte la botella de agua bendita que sostengo en la otra. Mí corazón late desbocado. Se acerca. Se acerca. Mueve una mano hacia la puerta del armario. Aprieto aún más la empuñadura del machete en mi sudorosa mano izquierda. Aprieto los dientes y me dispongo a saltar sobre ella en cuanto abra la puerta.
Cuando mis nervios están a punto de traicionarme la criatura desplaza ligeramente la puerta corredera cerrando por completo el armario, y escucho sus pasos sobre la madera alejándose, en busca de su cubil.
Pasa un buen rato hasta que consigo dominar mis nervios y me atrevo a salir de nuevo del armario. Bajo las escaleras rápidamente, intentando no hacer ningún ruido que llame la atención de los monstruos. Será mejor que vuelva mañana; a la luz del día será menos arriesgado.
Por fin llego frente a la puerta de salida, alargo la mano hacia la cerradura, donde descubro que la llave ha desaparecido, se la debe haber llevado la criatura, y escucho una voz a mi espalda.
—Buenas noches, señor. ¿Quién es usted?
Me giro y descubro frente a mí a la criatura pequeña. La niña (por llamar a aquel ser de alguna manera) sostiene un vaso de leche en una mano y una galleta a medio comer en la otra. Sonríe de una manera infantil que no me engaña. Cualquier niño estaría aterrorizado si se encontrase un extraño en su casa, pero este ser sonríe como si se estuviera divirtiendo.
—¿Quién demonios es usted? —pregunta una nueva voz.
Alzo la mirada al mismo tiempo que un relámpago ilumina el interior de la casa como si estuviéramos en fiestas, y puedo ver a la criatura matriarca en lo alto de la escalera, mirándome con un terrible gesto de odio en su rostro. El aterrador trueno llega un par de segundos después. La fija mirada del monstruo me atrapa.
Consigo liberarme un segundo de su influencia, tiempo más que suficiente para que mi entrenamiento me ayude a reaccionar. Atraigo a la criatura pequeña hacia mí, coloco la hoja de plata bajo su barbilla y grito al monstruo de arriba:
—¡Lánzame la llave o le corto el cuello ahora mismo!
No tengo ni idea de si estas criaturas se aprecian entre ellas; pero me marco el farol y rezo.
—¡¿Qué ocurre ahí dentro?! —entra en escena una nueva voz.
—¡Socorro, agente! ¡Está aquí dentro! —grita la criatura matriarca. Y estoy seguro de que veo una escalofriante sonrisa por la que parece asomar la afilada punta de un blanquecino colmillo.
Dos, tres, cuatro disparos soy capaz de contar antes de ser consciente de que las balas han atravesado la madera y vuelan por el interior de la casa. Antes de que pueda apartarme el hombre de fuera abre la puerta de una patada, aparta a la criatura pequeña y dispara en mi dirección.
Tardo unos segundos en ser consciente de que la bala me ha alcanzado en el estómago. Las piernas me fallan y caigo al suelo con las manos apretando la herida. La sangre escapa a borbotones entre mis dedos y me siento mareado, falto de fuerzas.
A través de mi borrosa visión soy testigo de que el policía se acerca al vampiro pequeño y le pregunta si se encuentra bien. Maldito estúpido.
La criatura mira hacia arriba, plantando su suplicante mirada al final de la escalera; pidiendo permiso a la ama del cubil.
La criatura matriarca sonríe a su progenie, dejando al descubierto dos enormes y afilados colmillos, y dice:
—Es todo tuyo, cariño.
El agente lleva de nuevo la mano a su pistolera en busca del arma que ha enfundado prematuramente; es un segundo demasiado tarde. La niña (el monstruo) sujeta sus hombros con fuerza mientras desgarra la garganta de un único mordisco y succiona la sangre con avidez.
La otra criatura baja la escalera silenciosamente, dejando ondear al viento su fino camisón de gasa blanca casi transparente, y la escena me recuerda a una vieja película de vampiros que vi cuando era niño y todo era más sencillo. Con un leve gesto de su mano derecha provoca que la puerta regrese a su lugar, separándonos definitivamente del mundo exterior. Después avanza en mi dirección, casi flotando sobre el suelo de madera, sonriéndome y sacando la lengua entre los colmillos de manera lasciva.
Por suerte, soy consciente que el charco de sangre crece a mi alrededor a marchas forzadas, que la imagen frente a mí es cada vez más borrosa y que la muerte me abrazará en cualquier momento de manera definitiva.
Soy afortunado.

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ÚLTIMO OTOÑO En PARÍS (Un Relato De Crónicas Sombrías).

Lydia había llegado a París apenas tres meses antes de abrir por última vez aquella puerta. El viaje había sido un regalo de su padre, el día de su vigesimoctavo cumpleaños. El hombre, siempre sensible a lo que sufría su única hija, sabía que desde hacía tiempo ella se sentía infeliz, perdida en su acomodada vida; sin pareja, ni perspectivas claras, parecía a punto de desmoronarse de nuevo.
Hacía menos de un año que había salido de la clínica de rehabilitación, y volvía a parecer tan perdida como antes. Así que se le ocurrió regalarle un pequeño viaje a la romántica ciudad de París; donde sabía que ella siempre había querido ir. Fue incapaz de encontrar una sola amiga que quisiera acompañarla (su círculo social se había ido estrechando cada vez más en los últimos años, distanciándola su carácter huraño de las que habían sido sus amistades de juventud). Su mujer había muerto dos décadas atrás, y él no podía alejarse dos días seguidos de la dirección de su empresa sin sentir que todo se desmoronaría en su ausencia; así que decidió enviarla sola. Pensándolo dos veces, llegó a la conclusión de que seguramente le sentaría bien; de todas formas Lydia siempre había sido una chica muy independiente, a pesar de sus problemas.
Cuando el avión aterrizó en París, Lydia estaba completamente aterrorizada; no por el vuelo, sino por la perspectiva de pasar dos semanas en París completamente sola, alejada de su casa, de su habitación, de la seguridad de su mundo de aislamiento autoimpuesto. Pero un segundo después de que el taxista la dejara en la puerta del pequeño y hotel, en el bohemio barrio de Montparnasse, su actitud cambió por completo. Cuando charló con el recepcionista notó una seguridad que no recordaba haber tenido nunca; y cuando entró en la pequeña pero coqueta habitación, y sintió que aquel lugar realmente le pertenecía, notó una oleada de calma que la inundaba.
Pasó un par de horas tumbada sobre el mullido colchón de su cama, sumergida en las páginas de una ligera novela romántica que había comprado en un quiosco del Aeropuerto de Barajas. A las seis de la tarde decidió bajar a cenar al comedor del hotel, y una hora después paseaba por las estrechas calles de Montparnasse sin dedicar un segundo a pensar en sus pasados problemas, concentrada únicamente en disfrutar del musical taconeo de sus zapatos Gucci sobre los adoquines y del refrescante ambiente de media tarde.
Caminó sin rumbo durante más de una hora, deteniéndose de vez en cuando frente a algún escaparate, sin decidirse a entrar en ninguna tienda. Sentía que su único objetivo, de ahora en adelante, debía ser caminar por aquellas calles que sentía tan suyas como la habitación del hotel, embebiendo ese aroma de cultura que parecía flotar a su alrededor; hasta que llegó a la librería.
Se trataba de un sencillo escaparate, formado por una docena de pequeñas y relucientes ventanas de vidrio esmerilado que hacían prácticamente imposible distinguir el interior. Tuvo que alzar la mirada para distinguir el nombre del local: Ciudad Oníria, informaban unas enormes letras talladas en una madera ligeramente más oscura que la del escaparate. Bajo estas letras aparecía un prometedor mensaje, en letras mucho más pequeñas y talladas también en madera: “Hacemos sus sueños realidad”.
Esta vez fue incapaz de resistirse. Abrió y entró con decisión, y la inundó una nueva sensación de paz cuando escuchó el suave tintineo de los adornos metálicos que colgaban sobre la puerta.
Se trataba de un local realmente pequeño (mucho más pequeño de lo que había esperado), y por eso mucho más acogedor para ella. Descubrió un par de estanterías junto a la pared derecha y una junto a la pared izquierda, las tres saturadas de libros de todos los tamaños y temáticas (no parecía haber ninguna clase de orden en ello). No había más clientes en la pequeña tienda, así que revolvió (pausadamente) entre los libros durante unos minutos, sintiéndose también dueña de aquel lugar; y después decidió prestar atención al pequeño mostrador del fondo. Tras el mostrador se encontró con el librero (un personaje que enseguida le gustó). Se trataba de un hombre menudo y delgado, que debía estar a punto de alcanzar la temida crisis de los cuarenta, y que la observaba en silencio. Vestía unos pantalones oscuros de tergal arrugado, una camisa blanca (que parecía aún más arrugada) y un chaleco de terciopelo azul. Sobre el puente de su aguileña nariz (que a Lydia le pareció extrañamente atractiva) descansaban unas gafas de fina montura metálica.
—¡Bonsoir, mademoiselle! —Dijo. Y continuó en un castellano con profundo acento francés—. ¿En que puedo servirla? ¿Busca algo en concreto, o prefiere que la sorprenda?
Y le alcanzó una pequeña novela en rústica que sacó de la parte baja del mostrador. Le explicó que se trataba de un pequeño préstamo, con la condición de que regresara cuando la hubiese leído, y comentara con él qué le había parecido.
Descubrió agradablemente que era una novela romántica, ambientada en el barrio de Montparnasse a mediados del siglo dieciocho. Lydia la devoró en un día y regresó a la pequeña librería. Charlaron durante horas sobre las motivaciones de la protagonista de la novela y del triste final (cosa que había decepcionado y emocionado a partes iguales a Lydia).
El encantador librero le prestó una nueva novela (le aseguró que se trataba de una historia algo más profunda que la anterior) y se despidieron de nuevo.
Cuando Lydia caminaba de regreso al hotel (arropada por el frío y la humedad de una niebla más característica del clima de Londres que de París) cayó en la cuenta de que había visto dos veces a ese menudo y encantador hombrecillo y habían charlado como viejos amigos, pero ninguno se había presentado al otro. Era una sensación rara haber logrado aquel grado de intimidad sin haber recurrido de entrada a los manidos formulismos de presentación.
Sonrió y aceleró el paso, ansiosa por llegar al hotel y comenzar la novela.
Las dos semanas previstas para sus vacaciones pasaron demasiado rápido, así que Lydia decidió alargar su estancia, para lo cual no puso problema alguno su padre.
—Si tu estás bien, todo está bien, cariño —dijo él.
Los dos siguientes meses también pasaron volando para Lydia. Las visitas a la librería y las lecturas en su habitación se habían convertido ahora en toda su mundo.
Por fin se presentaron (cuando Lydia le devolvió el noveno libro que le había prestado el librero), y descubrió que su nombre era Pierre Lafayette; faltaba un mes para que cumpliera treinta y ocho años, y había trabajado desde que era un crío en aquella pequeña librería familiar, que heredó al morir su padre cinco años atrás.
Un par de libros después decidieron quedar en un pequeño café que había a unas calles de Ciudad Oníria, y no tardaron en trasladar sus charlas post lectura a aquel nuevo e íntimo lugar.
A principios de Noviembre ya no era necesario haber terminado una lectura para quedar a tomar un café y charlar de cosas más allá de la literatura. A esas alturas Lydia estaba irremediablemente enamorada de Pierre, y no entraba en su cabeza una vida alejada de aquel hombre.
La mayoría de novelas que Pierre le prestó al principio eran románticas historias (casi todas de trágico final), hasta que un día (sonriendo con una tímida expresión), le prestó una novela algo más atrevida (según sus propias palabras). Si no le gustaba sólo tenía que decírselo, y no volvería a prestarle nada de aquel género.
Lydia la leyó en la soledad de su habitación de hotel en una sola noche; devorando con ansia las páginas de aquella novela erótica.
Cuando se reunieron de nuevo (un par de días después) lo hicieron en la librería de Pierre, y ella le sorprendió al confesar haber disfrutado aquella novela más que ninguna otra. El rostro de Pierre se relajó (estaba claro que la tensión le había estado comiendo por dentro desde el momento en que se la había prestado).
A partir de entonces las charlas se volvieron más íntimas, más atrevidas, y un par de novelas eróticas después Pierre pasó la noche en la habitación del hotel de Lydia, e hicieron el amor por primera vez.
El romance duraba ya unos meses cuando Pierre le prestó aquella última novela. Lydia la cogió con algo de recelo (las últimas novelas habían subido claramente de tono, tornándose incluso algo violentas, cosa que excitaba y aterrorizaba por igual a Lydia). Esta última novela no era tal, sino que se trataba de un manuscrito, vulgarmente encuadernado, que aseguraba haber escrito el propio Pierre (que en la mente de Lydia ya no aparecía como el misterioso librero, ni siquiera como su amante ocasional; sólo aparecía como su futuro marido).
Ella quiso que regresaran ambos a la habitación del hotel y lo leyeran juntos, pero Pierre se negó. Le aseguró que debía leerlo ella sola; leerlo con calma y la mente abierta. Si la novela le gustaba, y después de leerla aún quería estar con él, Pierre la esperaría a la tarde siguiente en la pequeña librería y le daría el regalo que guardaba para ella.
Lydia apenas podía concentrarse en la lectura de aquel manuscrito, su mente volaba una y otra vez de regreso a su amante; a su amante y aquel regalo (que sin duda sería un anillo de compromiso) que guardaba para ella.
El relato comenzó como tantas otras historias románticas que había leído, pero según avanzaba la historia comenzó a tornarse oscura, tétrica. El protagonista (que no apareció claramente en la historia hasta pasada la página doscientos) se enamoraba una y otra vez del mismo tipo de mujer; las cortejaba hasta que lograba, su total admiración primero y su total sumisión después, y finalmente las encerraba en el interior de un ataúd fabricado por él mismo en el sótano de la librería donde trabajaba, y las enterraba en vida, dos metros bajo tierra, en el bosque de Vincennes.

Leyó el nombre, y un leve escalofrío la recorrió entera. Ciudad Oníria, rezaba el cartel en grandes letras de madera desgastada. La pequeña cristalera aparecía sucia, cubierta de polvo, dando una sensación de abandono que le oprimió el corazón.
Una helada ráfaga de viento recorrió las calles hasta llegar a ella, obligándola a aferrarse a las solapas de su abrigo y envolverse con fuerza en él. El otoño había avanzado inexorable en busca del frío invierno, y a punto estaba ya de alcanzarlo. Apenas había visto a nadie en las calles por el camino desde el hotel; tal vez el frío le quitaba las ganas de salir a pasear por las románticas calles a la mayoría de la gente; al contrario que le ocurría a ella.
Ahora, frente al escaparate de la pequeña librería, envuelta en el suave paño de su precioso abrigo nuevo, rodeada por la espesa niebla que había invadido las calles todas las tardes desde que ella llegó a la ciudad, escuchando de vez en cuando unos lejanos pasos repiqueteando sobre los adoquines, se sintió más nerviosa que nunca; emocionada y algo asustada.
Alargó la mano hacia la manija de metal dorado que sobresalía elegantemente de la puerta, cerró los dedos a su alrededor con suavidad, con cariño, se sobresaltó ligeramente al escuchar el tintineo metálico, y entró en la librería Ciudad Oníria. Entró con decisión y valentía en busca de su destino.

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ÚLTIMO OTOÑO En PARÍS (Un Relato De Crónicas Sombrías).

Lydia había llegado a París apenas tres meses antes de abrir por última vez aquella puerta. El viaje había sido un regalo de su padre, el día de su vigesimoctavo cumpleaños. El hombre, siempre sensible a lo que sufría su única hija, sabía que desde hacía tiempo ella se sentía infeliz, perdida en su acomodada vida; sin pareja, ni perspectivas claras, parecía a punto de desmoronarse de nuevo.
Hacía menos de un año que había salido de la clínica de rehabilitación, y volvía a parecer tan perdida como antes. Así que se le ocurrió regalarle un pequeño viaje a la romántica ciudad de París; donde sabía que ella siempre había querido ir. Fue incapaz de encontrar una sola amiga que quisiera acompañarla (su círculo social se había ido estrechando cada vez más en los últimos años, distanciándola su carácter huraño de las que habían sido sus amistades de juventud). Su mujer había muerto dos décadas atrás, y él no podía alejarse dos días seguidos de la dirección de su empresa sin sentir que todo se desmoronaría en su ausencia; así que decidió enviarla sola. Pensándolo dos veces, llegó a la conclusión de que seguramente le sentaría bien; de todas formas, Lydia siempre había sido una chica muy independiente, a pesar de sus problemas.
Cuando el avión aterrizó en París, Lydia estaba completamente aterrorizada; no por el vuelo, sino por la perspectiva de pasar dos semanas en París completamente sola, alejada de su casa, de su habitación, de la seguridad de su mundo de aislamiento autoimpuesto. Pero un segundo después de que el taxista la dejara en la puerta del pequeño y hotel, en el bohemio barrio de Montparnasse, su actitud cambió por completo. Cuando charló con el recepcionista notó una seguridad que no recordaba haber tenido nunca; y cuando entró en la pequeña pero coqueta habitación, y sintió que aquel lugar realmente le pertenecía, notó una oleada de calma que la inundaba.
Pasó un par de horas tumbada sobre el mullido colchón de su cama, sumergida en las páginas de una ligera novela romántica que había comprado en un quiosco del Aeropuerto de Barajas. A las seis de la tarde decidió bajar a cenar al comedor del hotel, y una hora después paseaba por las estrechas calles de Montparnasse sin dedicar un segundo a pensar en sus pasados problemas, concentrada únicamente en disfrutar del musical taconeo de sus zapatos Gucci sobre los adoquines y del refrescante ambiente de media tarde.
Caminó sin rumbo durante más de una hora, deteniéndose de vez en cuando frente a algún escaparate, sin decidirse a entrar en ninguna tienda. Sentía que su único objetivo, de ahora en adelante, debía ser caminar por aquellas calles que sentía tan suyas como la habitación del hotel, embebiendo ese aroma de cultura que parecía flotar a su alrededor; hasta que llegó a la librería.
Se trataba de un sencillo escaparate, formado por una docena de pequeñas y relucientes ventanas de vidrio esmerilado que hacían prácticamente imposible distinguir el interior. Tuvo que alzar la mirada para distinguir el nombre del local: Ciudad Oníria, informaban unas enormes letras talladas en una madera ligeramente más oscura que la del escaparate. Bajo estas letras aparecía un prometedor mensaje, en letras mucho más pequeñas y talladas también en madera: “Hacemos sus sueños realidad”.
Esta vez fue incapaz de resistirse. Abrió y entró con decisión, y la inundó una nueva sensación de paz cuando escuchó el suave tintineo de los adornos metálicos que colgaban sobre la puerta.
Se trataba de un local realmente pequeño (mucho más pequeño de lo que había esperado), y por eso mucho más acogedor para ella. Descubrió un par de estanterías junto a la pared derecha y una junto a la pared izquierda, las tres saturadas de libros de todos los tamaños y temáticas (no parecía haber ninguna clase de orden en ello). No había más clientes en la pequeña tienda, así que revolvió (pausadamente) entre los libros durante unos minutos, sintiéndose también dueña de aquel lugar; y después decidió prestar atención al pequeño mostrador del fondo. Tras el mostrador se encontró con el librero (un personaje que enseguida le gustó). Se trataba de un hombre menudo y delgado, que debía estar a punto de alcanzar la temida crisis de los cuarenta, y que la observaba en silencio. Vestía unos pantalones oscuros de tergal arrugado, una camisa blanca (que parecía aún más arrugada) y un chaleco de terciopelo azul. Sobre el puente de su aguileña nariz (que a Lydia le pareció extrañamente atractiva) descansaban unas gafas de fina montura metálica.
—¡Bonsoir, mademoiselle! —Dijo. Y continuó en un castellano con profundo acento francés—. ¿En que puedo servirla? ¿Busca algo en concreto, o prefiere que la sorprenda?
Y le alcanzó una pequeña novela en rústica que sacó de la parte baja del mostrador. Le explicó que se trataba de un pequeño préstamo, con la condición de que regresara cuando la hubiese leído, y comentara con él qué le había parecido.
Descubrió agradablemente que era una novela romántica, ambientada en el barrio de Montparnasse a mediados del siglo dieciocho. Lydia la devoró en un día y regresó a la pequeña librería. Charlaron durante horas sobre las motivaciones de la protagonista de la novela y del triste final (cosa que había decepcionado y emocionado a partes iguales a Lydia).
El encantador librero le prestó una nueva novela (le aseguró que se trataba de una historia algo más profunda que la anterior) y se despidieron de nuevo.
Cuando Lydia caminaba de regreso al hotel (arropada por el frío y la humedad de una niebla más característica del clima de Londres que de París) cayó en la cuenta de que había visto dos veces a ese menudo y encantador hombrecillo y habían charlado como viejos amigos, pero ninguno se había presentado al otro. Era una sensación rara haber logrado aquel grado de intimidad sin haber recurrido de entrada a los manidos formulismos de presentación.
Sonrió y aceleró el paso, ansiosa por llegar al hotel y comenzar la novela.
Las dos semanas previstas para sus vacaciones pasaron demasiado rápido, así que Lydia decidió alargar su estancia, para lo cual no puso problema alguno su padre.
—Si tu estás bien, todo está bien, cariño —dijo él.
Los dos siguientes meses también pasaron volando para Lydia. Las visitas a la librería y las lecturas en su habitación se habían convertido ahora en toda su mundo.
Por fin se presentaron (cuando Lydia le devolvió el noveno libro que le había prestado el librero), y descubrió que su nombre era Pierre Lafayette; faltaba un mes para que cumpliera treinta y ocho años, y había trabajado desde que era un crío en aquella pequeña librería familiar, que heredó al morir su padre cinco años atrás.
Un par de libros después decidieron quedar en un pequeño café que había a unas calles de Ciudad Oníria, y no tardaron en trasladar sus charlas post lectura a aquel nuevo e íntimo lugar.
A principios de Noviembre ya no era necesario haber terminado una lectura para quedar a tomar un café y charlar de cosas más allá de la literatura. A esas alturas Lydia estaba irremediablemente enamorada de Pierre, y no entraba en su cabeza una vida alejada de aquel hombre.
La mayoría de novelas que Pierre le prestó al principio eran románticas historias (casi todas de trágico final), hasta que un día (sonriendo con una tímida expresión), le prestó una novela algo más atrevida (según sus propias palabras). Si no le gustaba sólo tenía que decírselo, y no volvería a prestarle nada de aquel género.
Lydia la leyó en la soledad de su habitación de hotel en una sola noche; devorando con ansia las páginas de aquella novela erótica.
Cuando se reunieron de nuevo (un par de días después) lo hicieron en la librería de Pierre, y ella le sorprendió al confesar haber disfrutado aquella novela más que ninguna otra. El rostro de Pierre se relajó (estaba claro que la tensión le había estado comiendo por dentro desde el momento en que se la había prestado).
A partir de entonces las charlas se volvieron más íntimas, más atrevidas, y un par de novelas eróticas después Pierre pasó la noche en la habitación del hotel de Lydia, e hicieron el amor por primera vez.
El romance duraba ya unos meses cuando Pierre le prestó aquella última novela. Lydia la cogió con algo de recelo (las últimas novelas habían subido claramente de tono, tornándose incluso algo violentas, cosa que excitaba y aterrorizaba por igual a Lydia). Esta última novela no era tal, sino que se trataba de un manuscrito, vulgarmente encuadernado, que aseguraba haber escrito el propio Pierre (que en la mente de Lydia ya no aparecía como el misterioso librero, ni siquiera como su amante ocasional; sólo aparecía como su futuro marido).
Ella quiso que regresaran ambos a la habitación del hotel y lo leyeran juntos, pero Pierre se negó. Le aseguró que debía leerlo ella sola; leerlo con calma y la mente abierta. Si la novela le gustaba, y después de leerla aún quería estar con él, Pierre la esperaría a la tarde siguiente en la pequeña librería y le daría el regalo que guardaba para ella.
Lydia apenas podía concentrarse en la lectura de aquel manuscrito, su mente volaba una y otra vez de regreso a su amante; a su amante y aquel regalo (que sin duda sería un anillo de compromiso) que guardaba para ella.
El relato comenzó como tantas otras historias románticas que había leído, pero según avanzaba la historia comenzó a tornarse oscura, tétrica. El protagonista (que no apareció claramente en la historia hasta pasada la página doscientos) se enamoraba una y otra vez del mismo tipo de mujer; las cortejaba hasta que lograba, su total admiración primero y su total sumisión después, y finalmente las encerraba en el interior de un ataúd fabricado por él mismo en el sótano de la librería donde trabajaba, y las enterraba en vida, dos metros bajo tierra, en el bosque de Vincennes.

Leyó el nombre, y un leve escalofrío la recorrió entera. Ciudad Oníria, rezaba el cartel en grandes letras de madera desgastada. La pequeña cristalera aparecía sucia, cubierta de polvo, dando una sensación de abandono que le oprimió el corazón.
Una helada ráfaga de viento recorrió las calles hasta llegar a ella, obligándola a aferrarse a las solapas de su abrigo y envolverse con fuerza en él. El otoño había avanzado inexorable en busca del frío invierno, y a punto estaba ya de alcanzarlo. Apenas había visto a nadie en las calles por el camino desde el hotel; tal vez el frío le quitaba las ganas de salir a pasear por las románticas calles a la mayoría de la gente; al contrario que le ocurría a ella.
Ahora, frente al escaparate de la pequeña librería, envuelta en el suave paño de su precioso abrigo nuevo, rodeada por la espesa niebla que había invadido las calles todas las tardes desde que ella llegó a la ciudad, escuchando de vez en cuando unos lejanos pasos repiqueteando sobre los adoquines, se sintió más nerviosa que nunca; emocionada y algo asustada.
Alargó la mano hacia la manija de metal dorado que sobresalía elegantemente de la puerta, cerró los dedos a su alrededor con suavidad, con cariño, se sobresaltó ligeramente al escuchar el tintineo metálico, y entró en la librería Ciudad Oníria. Entró con decisión y valentía en busca de su destino.

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