Todas las entradas de: Felipe

Cosas Del Maestro Ernesto…

Los pueblos chicos son familias grandes… En Batoví, en aquel entonces con poco más de cuatro mil almas, todos se conocían. Bueno, se conocían en los aspectos que más destacan a un vecino, o sea en los aspectos que hacen a las risas, al disgusto, a la ironía, al mal…  En lo mucho de negativo que un ser humano pueda poseer y en lo poco bueno que pueda sembrar en este mundo. Cuando los más viejos visitan Batoví para encontrarse aún con algún sobreviviente de mediados del siglo pasado todavía pueden, arañando recuerdos, traer imágenes vívidas de épocas agonizantes pero no muertas. Es como si las calles ahora asfaltadas volvieran a su balasto polvoriento en verano y barroso en invierno, como si muchas casas hoy abandonadas cobraran vida y floreciesen nuevamente los malvones y los jazmines… Volviésen los gritos del lechero, del vendedor de diario o la llegada de la ONDA.

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Un Nuevo Amor

  

¡Ahí!. Si… ¡Ahí!.  ¡Estás ahí!. ¡Qué suerte encontrarte!.  ¡Qué suerte volver a verte!.  Eres parte de mi. Estás en mi, bien dentro de mi, como tantas cosas. Bueno, no como tantas cosas porque eres especial. Formas parte de las células de mi vida, pero de las células vivas e importantes de mi ser. Cada uno va creciendo, desarrollando su ser  con esos pedacitos que pertenecen a otros. Tú eres uno de esos pedacitos…

Te miré y creo que te sonreí pero no obtuve respuesta inmediata. ¡Claro!. ¡Tantos años sin vernos!. ¡ Yo tan sin pelo…! . Y mucho más delgado dijiste. Claro. El tiempo pasa y no pasa en vano. Después…  nuestros ojos se encontraron. Nuestras almas se encontraron y palpitaron de alguna manera, muy juntas. Muy juntas. Te brillan los ojos. Tus ojos. Y tienes la misma sonrisa que tenías cuando casi niña. Algunas canas se escaparon y delatan como en mi el paso del tiempo.

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EL GAUCHO TIERRA

 

Le clava las espuelas en los ijares hasta sangrar… Y da otro talerazo más tratando de hacer más veloz la marcha. Con los  pies firmes en los estribos estira el cuerpo hacia adelante, como empujando a su caballo. Gritan las garzas en el bañado cercano anunciando la buena nueva de la lluvia eminente. Resuenan las patas del potro en la ladera, de la última ladera antes de las casas. Las manos le tiemblan agarrando las riendas sobadas por el uso. El sombrero aludo apenas se sostiene con el barbijo hundido en la maraña de su barba negra. Sus ojos están dilatados por la pavura y el anhelo.  Tiene la mirada puesta en el punto distante  aún del rancherío grande del Cerro de las  Cabras. Por un instante a veces su mirada se dirige a un cielo amenazante de negros nubarrones que se arremolinan llevados por el viento del sur. En otras, mira a su caballo, lo mira con pena y cierta añoranza,  ese que lo tomó de potrillo y lo invitó a recorrer el mundo. Resplandece un rayo que parece hundirse allá en el monte de espinillos y unos segundos más tarde, un estruendo brutal provoca una estampida del grupo de vacunos que de cola a la ventisca se preparaba para soportar el temporal. Luego silencio. Silencio solo marcado por el andar sudoroso del Gaucho Tierra.

Estaría  a no más de cuatrocientos metros de la casa cuando se desencadenó la tan temida lluvia. Primero fueron una sucesión de gruesas y pesadas gotas que anunciaban la catástrofe. Luego fue el diluvio. Trató el gaucho de envolverse lo más que pudo en su poncho. Esfuerzo inútil. El agua, porfiada siempre encontraba alguna parte descubierta y se metía entre sus ropas para irlo mojando de a poco.  Sentía en su cuerpo tibio correr goterones espesos de su esencia corporal. El agua lo iba volviendo a su ser primigenio. Al barro ancestral  del que estaba hecho.

Abelino, el niño creador, artista, artífice de esa vida errante está de pie  bajo el alero del rancho viejo. La perrada anunció la presencia del extraño desde hace rato. Los ladridos de «Cacique» fueron luego acompañados de Lobito y Cachorra. No tardó Abelino en reconocer la figura del Gaucho Tierra, ese que sus manos lograron modelar hace ya tiempo bajo el abrigo del ombú donde acostumbraba a pastar a su tropa de marlos. ¿Cuánto tiempo ha pasado?… Recuerda que fue después de un temporal de julio, coincidente con las vacaciones de invierno y que su madre le rezongó mucho por el estado en que habían quedado sus ropas. Si. Le llevó como dos o tres días hacerlo y rehacerlo para que tuviese la forma y figura que anidaba en su mente … ¿Y conseguir aquellos retazos que guardaba su madre en el armario de las costuras?. 

Ahora volvía… ¡Sí, era él!… ¡No caben dudas!. ¿Cómo no reconocerlo por esos brazos fuertes, esa cabeza que le salió medio ovalada y esas piernas retaconas y muy gruesas?. ¡Qué ganas de abrazarlo!. ¡Abrazarlo como se abrazan los verdaderos amigos!. Cuando aquella mañana fue a encontrarse con su gaucho que lo había dejado bien guardadito en el  hueco grande del ombú del corral del fondo se sorprendió mucho de no hallarlo. ¿Quién se lo habría sacado?. Sin duda que alguno de los peones que siempre andaban  metidos en sus cosas… De pronto, recuerda ahora vivamente, desde atrás del ombú, sonriente, apareció magnífico, sonriente, lleno de vida, quien sería «El Gaucho Tierra»… 

Llueve fuerte ahora,  una lluvia fina y sesgada que da con fuerza en la grama, en las ramas del sauce que se sacude con fuerza. El jinete viene rápido. Pero… cómo no correr si el agua está cayendo ahora con tanta fuerza. Allá, bajo el alero estaba Abelino sin saber que hacer, todo poseído por las emociones encontradas. ¡Y esa lluvia desatada que no para!. Y de pronto abre los brazos y corre hacia la portera… Corre chapoteando los charcos incipientes en los que estallan los goterones… Y corre hacia su amigo gritando ya… ¡Gauchoooo!…¡Mi Gauchooo!…¡Corre Gauchooo!. Pero el destino es cruel y el encuentro es muy fugaz. Es un encuentro de miradas llenas de amor, de entendimiento mutuo, pero un encuentro fugaz. El destino quiso que no pudiesen sus brazos completar el abrazo que se estaban dando sus corazones porque el Gaucho Tierra volvió a ser lo que era, solo tierra. Tierra. Tierra mojada por la lluvia, solo barro… Y Abelino lloró…

¡Y yo también  lloré entonces, Montiel Ballesteros!.¡Cómo lloré!. Yo que no sabía de tu existencia de escritor de fina pluma y que me hiciste vivir en esos días junto a ese pobre gaucho de nuestros campos. Te recuerdo hoy cuando tú, Montiel, tienes existencia  a través de tus libros. Te recuerdo hoy cuando ha pasado ya bastante más de medio siglo de estas vivencias. Quizás fue, en mi niñez, mi primer drama aunque fuese un libro destinado a niños y yo cursase cuarto año escolar. ¡Ah….Gaucho Tierra….!¡Vives !…¡Vives en mi!.

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Extremos De La Vida

 

viejo

Cae la tarde. Una nueva tarde de otoño, serena, de cielo límpido, de aire tibio y perfumado. Muy lejos se oye el ruido urbano, bocinas, motores rezongando. Acá, entre los árboles, el canto de los pájaros alterado de vez en cuando por el sonido estridente de la sierra de Perdomo.

En el patio de grava, sentado contra la pared en un banco desteñido por los años está el abuelo. Es el abuelo Jaime que cuida a su nieta. Tiene el bastón entre sus manos y hace arabescos en el piso. Sus ojos detrás de los gruesos cristales se ven cansados, lagañosos, casi sin vida. Miran sin ver los dibujos que va formando en el suelo ensimismado en recuerdos de hechos  que janolaron su vida. De vez en cuando recupera su ìmportante misión de guardián y tutor de Clarita y entonces levanta su cabeza y su rostro se altera. A veces arrugando su frente y anunciando peligros inexistentes alza la voz en señal de advertencia. En otras sonríe y contesta con monosílabos las palabras que, inconexas, modula su nieta.

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Cirrosis

Clodoveo Márquez despertó muy, pero muy temprano ese, su último día. Serían poco más de las cuatro de la mañana cuando, después de darse varias vueltas en la cama, prender la luz, acariciar al perro que reclamaba comida, codeó a su mujer para que despertara. Ya era hora de iniciar la jornada con el mate mañanero. Micaela estaba acostumbrada a esos despertares tempraneros e  intespestivos. Lo miró de soslayo, se restregó los ojos que todavía reclamaban por más horas de sueño y calzándose perezosa sus chancletas salió casi a oscuras, arrastrando los pies, hacia la cocina.

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Estos últimos días habían sido difíciles para la familia. Clodoveo casi no dormía o dormía a cualquier hora, cuando sus dolores le dejaban. Todos estaban pendientes de él.  Había que comprar medicamentos que siempre  resultaban costosos para los menguados ingresos del hogar. Las tareas que realizaba Micaela en el quiosco que habían instalado en la pieza del frente  se veían siempre interrumpidas por visitas al hospital para una nueva consulta o a la farmacia para una nueva compra de medicamentos. El hombre comía poco y mal. Encontraba desabrida la comida, sin gusto decía el viejo.Entonces gritaba tan fuerte que todos los vecinos se enteraban de que era lo que en casa de los Márquez se había servido ese día. Los gritos hacían también que los perros corrieran temerosos en busca de refugio debajo de la cama. En algunas ocasiones el plato iba a estrellarse en el fregadero. Los pedazos de porcelana quedaban un rato esparcidos por la humilde cocina y los restos de comida por cualquier parte. Caravana, la gata y Tricolor, el perro predilecto, limpiaban luego a conciencia los restos de este incidente. Mucho más tarde, cuando a Micaela se le calmaba el llanto, lavaba reiteradamente su cara mofletuda y enrojecida, se peinaba un poco el pelo que en estas ocasiones siempre resultaba vigorosamente rebelde, concurría con un balde de agua jabonosa a limpiar el resto.

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