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Recogida En El Kilómetro 13


A la memoria de Edgar A. Poe.

Estoy adaptado a conducir por autopistas que languidecen a lo lejos y recorrer centenares de kilómetros cargados de monotonía. En cambio, hoy todo es distinto; las montañas parecen abalanzarse hacia la vía como si trataran de abrazarla con sus malezas, hasta que de repente uno se pierde tras las curvas, serpenteando constantemente sin que ni siquiera el sueño asome repentino. Ahora quisiera tener compañía para ahuyentar la tentación de acelerar y de esa manera, alejarme del peligro que acecha sin piedad; pero hundo el acelerador y no me dejo poseer por los nervios. Sé que la velocidad es mi plato fuerte, aunque el temporal que apenas comienza no me deje esa opción.
Quizá sea la carretera desierta o la cuchillada de los rayos en el cielo los que estén influyendo en mis sentidos, y me provoquen este éxtasis que apenas puedo comprender. Enciendo la radio en mi frecuencia favorita. La voz melodiosa de la locutora habla sobre las relaciones personales marcadas por los tabúes sociales, anuncia canciones y llena este espacio viciado por el sonido de la lluvia en el techo. Irremediablemente soy un bohemio aferrado a los desatinos de sus deseos, seducido por los embrujos del silencio nocturno. Me resulta peculiar este recorrido solitario bajo el golpe del aguacero en toda esta geografía sin igual, iluminada por los faroles delanteros de mi auto; mientras las casas pasan como fugaces manchas de luz.
Desde hace algunos días venía deseando emprender viaje para visitar a mi familia después de tanto tiempo de ausencia. No sé si serán las coincidencias, pero la última vez que viajé por estos parajes, lo hice bajo el preludio de una tormenta. Tal parece que los caprichos del destino de nuevo me han puesto a viajar solo tras el volante, para que el deseo de ver la lluvia fulminada por los conos luminosos de mi auto me llenen de placer al acecho de la noche; cómplice perfecta y enemigo mortal en las carreteras.
Lamento no haberme agenciado la compañía de mi vecina de los altos, hubiera sido genial que estuviera aquí, disfrutando conmigo de esta tempestad, porque cierta vez el destino cruzó nuestros caminos cuando una noche ella regresaba del trabajo y un mal tiempo la atrapó en la parada de ómnibus. «Esa es Mariela. ¡Dios; finalmente escuchaste mis oraciones!», me dije. La recogí y nos compenetramos de tal manera que después seguimos viéndonos a escondidas por ser ella madre de familia.
Justo cuando entro en la primera curva del kilómetro 13, una muchacha se baja de un auto haciéndome señas. Acelero un poco para evitar cualquier percance. Nunca me ha gustado recoger a nadie a estas horas pero la conciencia me fustiga y detengo la marcha varios metros adelante, seducido por la imagen difuminada de la chica en el retrovisor derecho. Ella continúa haciendo los mismos gestos y aguardo a la expectativa porque la maldad suele ser un aura que vuela y aparece repentina. «Aparentemente está sola. Qué importa si la recojo. De todas formas no me vendría mal». No obstante, mantengo los sentidos al acecho ante el más mínimo incidente. Busco en todas direcciones. La veo venir con pasos rápidos y seguros. «Es extraño. Seguramente que hoy no fue su día de suerte». Abro la ventanilla. Ella se asoma sonriente. «No hay dudas. Está sola y desamparada». “¡Pero qué torpe soy, caramba! ¿Por qué no monta rápido?”. “¿No le importa que le moje el asiento?”. “Claro que no. Ni siquiera había reparado en ése detalle”. Ella obedece casi sin dejarme acabar la frase. El vestido parece fundido con su piel. Me mira y parece adivinar lo que pienso porque no logro apartar la mirada insondable de sus ojos. Me desarma tanta belleza: las curvas de sus caderas, las facciones griegas, los labios suculentos y el pelo mojado que cuelga sobre sus hombros. Permanecemos en silencio como si aguardáramos cualquier palabra, o gesto mutuos. “Gracias por parar, llevaba mucho rato esperando”. “¿Qué piensa hacer con el carro?”. “No te preocupes, en cuanto llegue a casa, vendré con mi hermano en el camión para remolcarlo”.
Ella tiene la mirada perdida en un punto del parabrisas y yo, deslumbrado ante su belleza, casi ni advierto su piel erizada, entonces le alcanzo la toalla que tenía guardada en la guantera. Mientras ella se seca el pelo de manera provocadora, me deleito en la firmeza de sus senos. «Si pudiera hacerla mía… a lo mejor si me lanzo. Bueno, esta batalla vale la pena».
La tormenta se intensifica, el auto de la joven va quedándose rezagado hasta perderse tras la próxima curva. En la radio Los Beatles cantan: “Wait a minute, wait a minute, oh, yeah Mister Postman…”. Un fucilazo irrumpe en el cielo justo cuando pasamos frente a la Casa de los Misterios, maldita por muchos años; deshabitada porque en las noches se escuchan toda suerte de ruidos, vajillas rotas, cazuelas y calderos regados por el suelo, portazos; gritos que calan en el alma, y al despertar las cosas en su lugar como si nada hubiera sucedido, o realmente sucedían, sí; en otra dimensión del espacio-tiempo; magia negra, algún cuerpo enterrado, un crimen sin solucionar.
El fulgor de un relámpago dibuja unos bancos y unas cruces entre la maleza cerca de la casa. De pronto un escalofrío me invade. “¿Te sucede algo?”. “No, nada. A propósito, me llamo Leonardo Astorga. ¿Y tú?”. “Mabel; pero me dicen Maby”. Me fascina el color de sus ojos y lo profundo de su mirada. El parabrisas, a intervalos, deja ver las corrientes a ambos lados de la carretera. Ella tiene la voz agradable, levísima como los ángeles. Y me pregunto si no es una visión porque su presencia es real, la belleza que irradia y la fragilidad de su silencio. Sin que se dé cuenta, me pellizco; cierro y abro los ojos como si quisiera borrar cualquier vestigio de sueño y creer que ahí, a escasos centímetros de mi piel una mujer me desea con avidez. Será esa fuerza que tengo en la mente de prever las cosas, porque muchas veces me tropiezo con lo que he soñado de antemano y, precisamente ahora, hago posible mis ansias de compañía en esta carretera que cala en el alma.
Detengo el auto sobre un lodazal que se extiende a la derecha mientras la tempestad continúa batiendo con la misma intensidad. De nuevo miro a Mabel y no tengo otra opción que insinuarme para ver hasta dónde puedo llegar con mi ataque. En ese instante me alcanza la toalla, nos rozamos las manos y el contacto con su piel me provoca un estremecimiento, como un golpe de deseo manifestado en su mirada. Instintivamente nos besamos y, prendidos de los labios, comenzamos a desvestirnos lentamente hasta entregarnos a la pasión de nuestros cuerpos, a la locura de devorarnos como dos posesos atrapados por las circunstancias del mal tiempo.
Comienza a escampar y aún permanecemos callados sin atrevernos a romper el silencio impuesto, acaso por el éxtasis de nuestra entrega. La contemplo con la mirada perdida más allá del parabrisas y me siento satisfecho con este viaje de emociones. Ella sigue absorta. No me atrevo a sacarla de sus pensamientos en mi fascinación de observarla y disfrutar de su perfecta anatomía. “¿Tienes algo que decirme, cariño; por ejemplo, para dónde vas?”. Se vuelve, recorre mi rostro con el verde de sus ojos y aguarda mientras echa sus cabellos hacia atrás. Miro el reloj. Tal parece que los minutos pasan más lentos. “Para el aserrío de La Jagua”. “¿Te sientes culpable por lo que hicimos? ¿No te gustó estar conmigo?”. “No siento culpa. Estoy feliz por que me hayas recogido”. Su voz denota cierta nostalgia, tal vez algo de tristeza como si la culpa llegara tardía, sin remedio.
La tormenta va cediendo mientras nos acercarnos a Viñales. Pasamos frente a la estación forestal. La curva peligrosa va quedando atrás y en breve cruzaré frente al imponente valle. La oscuridad es impenetrable y somos los únicos en estos parajes. Mabel continúa inmutable como si esperara por la lluvia de preguntas amontonadas en mi mente. “Aún no me has dicho por qué te sorprendió la madrugada en esta carretera tan peligrosa. Conmigo estás segura. Soy incapaz de hacer daño, a no ser que traten de hacérmelo”. “Regresaba de una fiesta en casa de unas amigas. Quise apurarme antes de que me cogiera la noche, pero el carro falló”. «No me canso de mirarla. Sin embargo, juraría que está mintiendo». A unos quinientos metros de distancia diviso la escuela en la entrada del pueblo. Reduzco la velocidad para desandar las calles que de repente se me revelan extrañas, desiertas; al amparo de la madrugada. Ella no se ha movido de su lugar, ni siquiera para acomodarse; al parecer se ha quedado dormida. Pasamos frente a la estación de policía. Justamente del otro lado se expande un parque rodeado de bancos, una iglesia y al fondo hay una casa colonial de dos pisos y tejas. A través del retrovisor me llega un fucilazo apagado, casi perdido entre las montañas y curvas. «Me gusta Viñales; parece apacible, digno para pasar los últimos días de la vejez entre tanto paisaje». Salimos del pueblo como bala de cañón. La carretera está seca y despejada. Los árboles pasan por mi lado a gran velocidad. Abandonamos todos los centros turísticos que a estas horas van cerrando sus puertas a los bohemios adúlteros. “¿Mabel. Estás despierta?”. “Solo descansaba un poco”. “¿Falta mucho para llegar a tu casa?”. Ella se incorpora, observa a través de la ventanilla; luego me mira, esboza una sonrisa apenas perceptible y se coteja un poco el pelo. “Sólo unos kilómetros nada más”. “¿En verdad no sentiste miedo de que yo pudiera hacerte daño?”. “¿Qué daño pudieras hacerme tú? Nadie podría. ¿Y tú no temiste alguna encerrona?”. De nuevo el mismo tono aflora en su voz como si la culpa sobrevolara en círculos sobre su cabeza y le temblara el habla. “Hubo un momento en que sí, pero te vi sola y decidí arriesgarme. Además, no te creo capaz de hacerme daño”. “Tienes razón. Yo no le haría daño a nadie. Tú me conociste ahora. Lo que tuvimos nada dice al respecto”. Su voz triste parece forzada por alguna idea, tal vez otro compromiso con alguien. Los conos de luz revelan una ceiba que se levanta majestuosa a la derecha, luego el aserrío repleto de bolos y madera aserrada. “Déjame aquí. Aquella es mi casa”. “¿No quieres que te acompañe? Está muy oscuro”. “No le temo a la oscuridad”. “¿Tendré noticias tuyas otra vez?”. “Estoy segura de eso”. Se baja y asoma su rostro sonriente por la ventanilla. Le alcanzo mi tarjeta personal, la guarda en el bolsillo derecho de su vestido; nos quedamos tomados de la mano y nos besamos. Sus labios ya no están tan cálidos como antes. “Mañana, cuando regrese, entraré a verte. ¿Te acompaño?”. “Gracias por traerme. Hasta pronto, mi amor”. Apenas masculla las últimas palabras atropelladas. Y sin darme tiempo a reaccionar para acompañarla, emprende rápidamente el camino hasta perderla de vista en una arboleda. Me pongo en marcha apenas con desgano y de igual manera cruzo el puente, pero la imagen de Mabel no me abandona. Una cálida ráfaga entra por la ventanilla, subo el volumen de la radio y acelero para llegar cuanto antes a casa de mi madre.
Al despertar me siento torpe y adolorido, acaso por el estrés de los kilómetros recorridos y mi aventura con Mabel. Me levanto, voy como un autómata al baño. Abro el grifo de la ducha. Me desvisto y entro en la bañera para ver si el duchazo tibio relaja toda mi anatomía. Corro la cortina y me concentro en el sonido del agua cayendo sobre mí, y en su escapada por el tragante. Dejo que la jabonadura se deslice por mi piel. No quiero escapar al placer de este ritual que conservo desde los primeros instantes de mi razón; horas en las que me suspendo en el tiempo, ajeno al contacto con el resto de la casa y de otra naturaleza que no sea el roce con el agua y el jabón, mientras mis pensamientos lentamente se detienen en el rostro de Mabel y su voz llamándome; aguzo los oídos pero solo escucho la caída del agua en la quietud de la casa. De repente me veo con el cuello de Mabel entre las manos y su mirada suplicante mientras aprieto hasta verla desfallecer. Nunca antes disfruté semejante perspectiva, incluso; en mis fantasías río como loco al ver el rostro enrojecido de Mabel asfixiándose y me llena una extraña satisfacción. Tal vez sean los demonios que nos rondan a cada segundo y acechan nuestras debilidades, porque de repente soy presa de fuerzas nunca antes experimentadas, como si estuviese poseído por alguna deidad pagana.
Entro al cuarto de mi madre. Ella está despierta y remolonea en la cama cuando intento besarle la mejilla. Tiene los ojos hinchados y algunas marcas en la cara por los dobleces de las sábanas. Logro calmarme al verla sonreír, satisfecho por haber regresado de nuevo. “Anoche te oí entrar. Me dolían mucho los huesos”. “Era muy tarde, vieja”. “¿Viniste solo?”. “Bueno, vieja; casi solo. Por el camino recogí a una mujer que me acompañó buena parte del viaje”. El rostro de Mabel viene a mi mente tan bello y misterioso, que siento el fuerte deseo de regresar otra vez. Su cabello largo; todo en ella me atrae. Sin embargo, la certeza de haber visto antes aquel pelo me asalta solapadamente. Repentinamente recuerdo el color de su carro y hasta los últimos números de la chapa, alumbrada por el destello de un relámpago. “¿Te sucede algo, Leonardo?”. “No, vieja. A propósito, tengo que irme a las cuatro”. “Siempre vienes de corre y corre”. “Tengo trabajo que adelantar. También quiero resolver un asunto por el camino”. Las horas no quieren pasar y solo pienso en Ella. Es una obsesión que no cede terreno y me acecha como un asesino al amparo de las sombras. Su rostro no se borra de mi cabeza: el jadeo mientras hacíamos el amor en el carro; la profundidad de su mirada, el tono de voz. Ella por todas partes. Su cuerpo y la calidez de su sexo. El movimiento pelviano sobre mí. «Creo que me volveré loco si no la vuelvo a ver, si no salgo de dudas». Otra vez su cabellera. «¿Dónde la habré visto?». Busco en los archivos de mi memoria, los desempolvo. El recuerdo anda escondido, jugándome una mala pasada.
Sentado en el sillón del portal, aguardo por el llamado de mi madre para almorzar. Corre una brisa tranquilizadora por entre el rosal; luego una quietud condensada se estanca en cada sitio de la casa como otro visitante. Mi hermana, recién llegada y al tanto de todo; se sienta en el sillón contiguo al mío. “¿Qué nombre tiene esa muchacha que tan pensativo te tiene?”. “Se llama…, ¡diablos, Daniela! Ahora no lo recuerdo ¡Qué barbaridad! Cuando uno quiere recordar…, las cosas se borran y nos quedamos en blanco ¿No te ha sucedido?”. “Muchas veces. Cuando venían…, ¿ustedes…?”. “Sí. Todo fue tan caliente que en mi cabeza no existe otra cosa. Dejaré de darle taller al asunto. Vamos a almorzar, que mamá nos espera”.
En el comedor mi hermana ríe conmigo por algún chiste que le hago. Mis viejos observan la escena con el prisma del dios omnisciente que tienen todos los padres del mundo. De vez en vez miran de soslayo mi jugueteo con el tenedor en el plato. «No aguanto más la espera. Si no salgo ahora mismo me reviento». Mamá se inclina y le dice algo a mi padre en secreto; él ríe pícaramente y yo me hago el tonto. Solo me interesa terminar rápido y enfrentarme a la carretera para encontrarme con Ella: volver a tocarla, hablarle tan cerca como horas atrás para entregarnos de nuevo al fogueo del sexo. “No pienses más. Te la estás cogiendo muy a pecho”. Mi viejo habla en un susurro. “No sé lo que me pasó con esa muchacha. Ninguna otra mujer me había conmovido tanto”. Le digo de igual manera. “¿Está bonita?”. “Es un ángel”. “¿Y ya…?. Bueno, tú sabes”. “Estuvo tremenda”. “¿Cómo la encontraste?”. “Bueno…., yo venía como a las doce… y cuando entraba en el kilómetro…”. No pude terminar la conversación. Un dolor de estómago apenas me dio tiempo para correr hacia el baño. Retorcijones de barriga, sudores fríos. La voz de mis padres llamándome del otro lado de la puerta. “¡Estoy bien! Solo fue un mal de estómago. Ya termino”. Al salir, volví a pensar con claridad, a sentirme como si mi encuentro con Mabel en ese viaje hubiera sido solo un sueño, un vago recuerdo perdido en lo profundo de la memoria, encerrado por siglos de olvido. Entonces, decido ir al portal como siempre solía hacer después de las comidas, cuando yo ni había pensado en vivir en la capital, tan lejos de mi familia.
Mis padres y mi hermana, todos sentados en los sillones del portal, mientras tomo lugar en el borde de una de las jardineras, porque me siento cómodo así, cerca de las plantas. Y hablamos sobre cosas triviales para ir matando el tiempo: las perspectivas de mi trabajo y la pronta graduación de Daniela como ingeniera en cibernética, el sueño acumulado de la familia y los nietos que le daríamos a los viejos. Mis padres siempre hablan de sus cosas: recuerdos de sus años mozos; polemizan sobre cómo debiera ser todo a lo que casi nadie hace caso en tiempos modernos.
Y casi sin darme cuenta, inmerso en el ajetreo de saludar a mis vecinos allegados y disfrutar con mi hermana de la brisa en la playa; se me escaparon las horas hacia el ocaso. Así que, decidido a partir, me despido de todos con el beso de siempre. A los viejos les prometo un pronto regreso y a Daniela le pido que me visite un fin de semana para pasarlo en grande en los clubes nocturnos de la capital. Una vez detrás del volante me siento seguro, ansioso porque el motor ruja y me haga volar por el pavimento antes de ser sorprendido por la oscuridad en las curvas peligrosas. Le digo adiós a mi familia. Avanzo unos metros y de pronto freno. “¡Daniela; la muchacha se llama Mabel!”. Le grito a mi hermana asomándome por la ventanilla. Y me alejo lo más rápido posible.
De nuevo jugueteo con los pensamientos, acaricio los recuerdos de la noche anterior en los que me vi con Mabel; entregados al deseo de nuestros cuerpos. Busco música en la radio y me parecen geniales los boleros para un domingo de añoranzas mientras me dejo seducir por el sonido del motor, y el avance pertinaz hacia mi reencuentro con esa muchacha que tanto embebe mis sentidos; dejándome a merced de su imagen que vuela en mi memoria, amparado por el deseo de poseerla otra vez, semental que soy; bohemio que busca la compañía de mujeres desamparadas en la carretera, para protegerlas de otros locos tras el volante.
Los kilómetros van pasando y Mabel es mi única obsesión sin poder ver otro rostro que el suyo ni oler otro aroma que el de su cuerpo; perfume de flores silvestres de campos indecibles. «¿Dónde habré visto ese pelo?». Busco la imagen fugaz en mi memoria, acaso por tanto éxtasis o la tensión nerviosa vivida en este viaje solitario; el encuentro furtivo con Mabel, su entrega sin límites, el tono de su voz melodiosa como de ángeles más allá del tiempo y de las circunstancias, como si todo esto que está sucediendo fuera una jugada más del destino en el tablero gigante de la vida; peones que somos, impulsados por nuestros instintos, por imágenes grabadas en nuestros subconscientes desde la fundación del mundo. La idea me da vueltas y me esfuerzo por hacerla aflorar desde su escondite insospechado.
Hay muchos carros en el parqueo del cabaret. Los carteles lumínicos gritan el nombre que parpadea casi al compás de la música del show recién comenzado. Subo los cristales de las ventanillas, pongo los seguros a las puertas y me enfrento al aire de lluvia que sopla por entre los árboles, justo en las afueras de la capital. Me acerco al portero que sonríe como si fuéramos viejos conocidos. Una vez dentro, tengo la intención de abandonar el lugar por lo abarrotado que está, pero descubro una mesa vacía en el fondo del salón como si nadie más la hubiera visto. Voy hacia ella y casi al instante el mesero se acerca. “Dos cervezas frías, por favor”, le ordeno. El hombre se pierde por los angostos pasadizos entre las mesas. Regresa casi de inmediato con el pedido. Me bebo la primera botella con rapidez sedienta. El ambiente es contagioso. En el escenario unas mulatas bailan rumba; avanzan en sus danzas eróticas por toda la pasarela y el público, mayormente masculino, se desorbita, aplaude y toca con sus miradas las caderas mestizas de la reina del espectáculo hincada de rodillas, vestida como porrista; moviendo velozmente sus nalgas como si fuera un remolino, casi frente a las narices de los primeros en la fila de asientos. Bebo los últimos sorbos de la segunda cerveza. El ambiente me embriaga con tanta mujer bailando mientras el alcohol circula en la sangre. Le hago señas al mesero quien, después de haber atendido otros pedidos, me trae dos botellas más. Saco unos billetes y le pago. Tres mesas más adelante una pareja de enamorados se besa largamente sin importarle la algarabía alcohólica reinante. La muchacha es rubia, el pelo le llega casi al naciente de la espalda; su hermosura resalta anacrónica en el recinto viciado. Me siento atraído por ella, tanto que ni me interesa el baile que se desata en la pasarela. La rubia siente el peso de la mirada, se vuelve y le sonrío nervioso; el muchacho que la acompaña me mira y sonríe de un modo peculiar. Consulto el reloj. Son las once y media. Camino en la misma dirección de la pareja; la rebaso en busca del baño. Después de orinar me lavo las manos y la cara en el lavamanos, me seco frente al espejo con una toallita de bolsillo. El reflejo de un hombre que pasa por detrás me recuerda al acompañante de la rubia. Un chorro estrepitoso cae en el agua del urinario. Luego salgo al parqueo, enciendo el motor del auto y al salir, diviso a la pareja de enamorados junto con los muros de piedras calizas que cercan el lugar. La muchacha vuelve su rostro en pos de los conos de luz que la abrazan. Sonríe y acelero mientras las gomas chirrean en el pavimento.
Luego de haber abandonado el pueblo de La Palma el sol comienza a declinar. Al final de una recta, diviso el aserrío. Pongo la quinta y acelero más para llegar exactamente al mismo sitio de la noche anterior donde Mabel se bajara. Arrimo a la izquierda y me bajo.
Los árboles se levantan majestuosos. El camino apenas se distingue entre la hierba. Al final está la misma casa que viera anoche. Avanzo decidido hasta rebasar la portezuela del cercado que pende de una bisagra. Una vez en el portal, toco la puerta. “¿Hay alguien? ¿Mabel, estás ahí?”. Solo recibo el silencio. Repito los toques y aguardo impaciente. «¿Me habré equivocado? No es posible. Todo está en orden». Me decido a entrar con pasos sigilosos como si alguien estuviera acechándome en el interior. Todas las habitaciones están vacías, excepto una en la que hay un viejo camastro de hierro, sobre sus muelles reposa un mohoso vestido; lo agarro y una tarjeta cae cerca de mis pies entre el polvo y la hojarasca; la recojo y la sacudo. Un frío penetra en mi cuerpo como cuchillos de hielo. La imagen sonriente de Mabel me invade como una peste asoladora que apenas me deja salir desesperado de la casa, y correr como loco por el interminable trillo, dejándome a merced de los eternos segundos como si mis pasos no avanzaran suspendidos en el aire, sin poner pie en tierra en el sendero. Una vez detrás del volante, arranco y salgo velozmente enfrentándome a toda esa serpiente de asfalto que me queda por recorrer, antes de que las tinieblas se apoderen de todos los parajes. En pocos minutos arribo a las calles de Viñales. Pongo la quinta velocidad y paso como un bólido por la calle principal. Dejo atrás el motel Los Jazmines y casi sin darme cuenta voy entrando en el kilómetro 13.
Manejo despacio, quiero observar cada detalle del lugar y cerciorarme de que solo han sido imaginaciones infundadas. Arrimo a la izquierda y me bajo. En la profundidad de una barranca distingo un montón de chatarras que enseguida asocio con un carro americano. Obedezco al impulso de descender por la resbaladiza ladera hasta llegar justo al pie de los hierros herrumbrosos; me llama la atención la placa de matrícula doblada, la agarro y enderezo pero un temblor me sacude cuando veo los mismos números del carro de Mabel que ahora recuerdo alumbrados por un relámpago. Poseído por el terror, suelto la maldita chatarra e intento subir por la ladera agarrándome de las raíces que se parten y me devuelven al mismo sitio. Repito varias veces la escapada hasta que finalmente logro escapar y me monto en el auto. Acciono el interruptor. El motor de arranque no responde. El rostro de Mabel me llena la cabeza, los ojos; su olor desborda mi olfato. Siento repugnancia por la humedad de su sexo. Imagino que su piel toca la mía, que oigo su voz rompiéndome los tímpanos. “¡Maldito carro! ¡Maldigo la hora en que decidí salir de mi casa! ¡Te maldigo mil veces Mabel!”. Finalmente arranca y salgo disparado. Toda esta geografía apesta: las curvas, el asfalto, la maleza de las montañas; la noche macabra que se cierne sobre los parajes del entorno que ahora atravieso velozmente, sin importarme que cualquier desperfecto del carro atente contra mi vida. De nuevo los relámpagos, los rayos dibujándose como rajaduras de luz en el cielo. Las gotas golpeando el parabrisas, las gomas que rechinan en el pavimento. El silencio nocturno se convierte en la tormenta de mis nervios. Los truenos se suceden en cadena. Las ráfagas de viento siguen azotando mientras un erizamiento me invade. “¿Creíste que te librarías de mí, Leonardo?”. Miro al otro asiento y allí está ELLA, su rostro podrido con gusanos en las cuencas de los ojos me hace soltar un grito de espanto y perder el control.


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La Nota Final

«No más prórrogas. El viernes recojo los trabajos, en eso va la nota final», dijo el profesor.
Una semana no me basta para elegir un escritor latinoamericano, tomar un cuento de alguno de sus libros, desmenuzarlo y contextualizarlo en esta geografía, como si lo estuviera reescribiendo de nuevo, refugiado bajo la piel del escritor elegido.
Quiroga, Borges, Fuentes, Almendros, Alfonso Reyes; me parece genial Cortázar, el maestro del suspense latinoamericano. No sé si otros pensarán igual que yo. Pero… ¿Cuál cuento elegiré?, si todos me fascinan de igual forma.
Estoy en los últimos lugares de esta interminable cola; sería una locura si pretendiera llegar temprano al primer turno de clases. Las personas están elegantes como si fueran a alguna fiesta. Algunos van de compras, otros a sus trabajos; los menos acuden a citas furtivas en lugares ocultos o sitios insospechados de la ciudad, lejos de los ojos inquietos de sus propias plebes.
De repente el metro bus asoma por la esquina, se detiene y de su vientre comienza a salir la gente como si fuesen hormigas despavoridas. Me parece cómica la imagen, ver a tantos cuerpos aprisionados en el interior de esos monstruos en las horas pico, colmados de olores amalgamados: sudores despiadados de axilas prohibidas, perfumes indescifrables, los vahos alquitranados que irrumpen por las ventanillas en cada momento, aires de presuntas comidas o subproductos de alguna digestión bulímica; humos de motores encendidos y cigarros asesinos que matan pulmones, amén de que Fumar daña su salud, la de sus prójimos y la del medio ambiente.
El animal se detiene en la parada; abre su bocaza y lentamente va succionando, como a un espagueti, la cola de los sentados, mientras el cobrador se asemeja a un policía de tránsito que gesticula en su lucha por imponer el orden, ante el desafuero del populacho. La cola se trunca a una distancia de veinte personas delante de mí. Miro a los de pie y corro a incorporarme a la fila porque el tiempo apenas me alcanza para llegar en hora y no recibir el brillo filoso de mi profesor de literatura.
Mi última llegada tarde fue horrible. Cuando asomé el rostro por el umbral de la puerta descubrí toda una pira en las pupilas del profesor. No sé si tenía problemas familiares o que su grado de obstinación ante la vida, había entrado en zona roja. No hicieron falta palabras porque su mirada por encima del marco de los espejuelos bastó para aniquilar el feto de cualquier justificación
Finalmente entro, me abro paso hacia el fondo y me instalo en la giba que se eleva y desde cuya posición puedo expandir mi dominio visual.
La gente no deja de mirarme, ni siquiera aquí en este lugar desde donde puedo observar la masa compacta de cuerpos sudorosos, de cabezas cuyos ojos inquietos se escudriñan unos a otros como si buscaran aprobación entre ellos, o se confabularan para hacerme sentir como un objeto extraño, como un búcaro o un centro de mesa en medio de esta mole desplazándose por las redes asfaltadas de mi capital. No sé qué podría llamarles tanto la atención, tal vez algo en mi semblante, en el pelo; o quizás mi forma de vestir y los mohines de mi rostro al mirar de cara en cara, mientras busco la reacción en los choques de miradas. Tal vez sea el dulzor de mi perfume, los colores en el delineado de mis cejas y pestañas postizas. Toda mi anatomía que desborda lubricidad, pasión citadina por los clubes nocturnos, La Macumba, los salones rojo o rosado. Qué importa el color si lo verdadero es el goce en las altas horas de la noche, donde lo interesante es deambular por los parques en entregas furtivas, rentadas o no en las aciagas madrugas habaneras.
A lo mejor es el calor pegajoso empozado en el interior de esta bestia, que ahora se desplaza por las calles y frena de golpe en un semáforo porque la luz roja la sorprendió repentinamente. Saco el espejo del bolso y observo cada rasgo de mi rostro, alguna marca de tizne o grasa, quizás alguna cosa anacrónica, fuera de lugar; pero no advierto nada extraño salvo que unos ojos se revelan a mi espalda como bolas de fuego quemándome la nuca. Cambian su punto de enfoque porque los míos penetran su mirada impertinente. Guardo el espejo en el bolso.
A pocos cuerpos del mío descubro una figura sensual como una escultura de Miguel Ángel. Su rostro conocido me resulta lascivo. Le observo los firmes pechos y se hacen insoportables las tendencias de acercarme, de entablar alguna conversación trivial y guiarla por el camino deseado; pero cambio de opinión en el preciso instante de un frenazo. Le guiño un ojo ante la presunta sonrisa que dibujan los suyos. No puedo precisar en qué parada montó, o si lo hizo en el lugar preconcebido de todos los días.
La gente se inquieta y molesta. “¡Oiga, señor! ¡Apártese y no sea fresco! ¡No me pegue más esa cosa por atrás!”, dice una mujer que no alcanzo a divisar pero que causa risas entre dientes; otras, a voz en cuello como bramidos en un recinto cerrado.
Por encima de las cabezas descubro la penetrante mirada de Ariadna, mi mejor amiga, mi paño confesor en los momentos difíciles. Miro el reloj y aún me parece que llegaré a tiempo a la Facultad de Letras. Cambio la vista a mi izquierda y descubro las filosas miradas de un matrimonio, que súbitamente se desvían a través del cristal de la ventanilla, en un esfuerzo para no sentirse pillados en pleno fisgoneo por la impudicia de espiar vidas ajenas.
Quizás no soporte tanta hoguera de miradas, esta pira de pupilas que curiosas me desvisten, porque tal vez les resulte anacrónica mi apariencia, o les falte valor para exteriorizar sus deseos y vean en mí, al bicho raro; al objeto de las comidillas de lenguas mortíferas que a nuestras espaldas nos hacen arder la piel. Nada me importa, solo el resultado de mi proceder. Y me veo como Clara, en el Ómnibus de Cortázar, aprisionada por el fuego cruzado y el peso de tanto humor vítreo sobre la piel, ella por un simple ramo de flores, yo por un modus operandi en el vestir, en la pintura de mi cara, o tal vez por el aura que emana mi ser. Será que en la profundidad del corazón se albergan los deseos más poderosos, que la más mínima señal subliminal alcanza para hacer estallar el volcán interior de pasiones reprimidas. Yo le regalaría flores a las ansias de transmutar las mentes de la isla si alguna vez alguien quisiera cambiar de corazón.
Solo una parada del monstruo para escapar del peligro de una seducción, porque Ariadna se abre paso entre los cuerpos y detrás de ella también avanza un hombre musculoso en cuyo mirar he advertido el fuego del deseo, el ímpetu de un ataque en pos de conquistarme; su sonrisa lasciva avanza como si quisiera pegarse a mi rostro, y su aliento, tal vez etílico, se me vuelva insoportablemente hediondo. Me abro paso evitando que la mochila, en la que llevo la ropa y los libros, no se atasque entre la gente; me apresuro al divisar a través de la ventanilla la proximidad de mi parada de destino mientras el monstruo ha comenzado a detenerse. Vuelvo la vista y los ojos del hombre no dejan de hostigarme, de herir toda mi anatomía, de hacerme sentir como una liebre acorralada, acosada por la voracidad lobezna de un macho bravío. Finalmente el metro bus se detiene, abre la puerta de salida y logro escapar al aire puro hasta inundar mis pulmones. Ariadna desciende, se me acerca mientras la puerta se cierra y el acosador lanza su mirada furiosa ante la imposibilidad de cumplir sus deseos.
Nos sentamos sonrientes en un banco de la parada, que casualmente ha quedado vacía. Me quito la peluca y la blusa que cubría mi camiseta Adidas. Me despojo de los senos postizos, de la pintura facial, los tacones de madera y de todo vestigio que pudiera delatar mi transfiguración. Saco el pantalón de la mochila, me lo pongo y guardo el vestuario sin dejar de sentir en ningún momento la ardiente mirada de mi novia. Y nos vamos contentos, tomados de la mano, ella porque nadie sospechó nada y yo por sentirme como Clara en el ómnibus rumbo a Retiro, porque finalmente surtió efecto mi idea para una nota final.



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