Corazón De Hielo

Postrado en las garras de vesania,
Se encuentra mi miserable corazón,
La noche me penetra en esencia;
De mi triste desolación.

Los copos de nieve cubren lo que una vez tuvo vida,
Tan utópico fueron aquellos latidos de felicidad,
Congelando todo aquel sentimiento de libertad,
El momento ideal para cortar el hielo de la piel sangrada.

Tan hermoso fue el momento de partir,
Tan majo fue el instante de inhibir;
Todas esas sonrisas sin espíritu de amor.

Mi corazón es tan frío y duro como el hielo,
Mis sentimientos se convierten en anhelo;
Para contemplar cuando el corazón se derrite;
En este oscuro calabozo congelado.

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SIN MANOS

No están manchadas de sangre.
Mis manos no están manchadas ni un ápice.
Las estiró por encima de la manga de la camisa almidonada y las veo limpias y tersas, con las líneas del destino claramente definidas pero sin sangre.
El Sr. Williams me lo repite y yo asiento y cuando vuelvo a mi cuarto hago figuras de papel y las dejo encima de la mesilla para que todos las vean.
Mi compañero de cuarto está tumbado bocabajo, con la cara aplastada contra la almohada y respirando profundamente, como si le estuviera asfixiando el hombre invisible.
Dicen que está más loco que yo, pero no me creo la mitad de lo que dicen mis compañeros, porque nadie creería lo que dice un loco de otro en un manicomío, y es normal.
Salgo al patio cerrado y un cielo encapotado me da la bienvenida al país de las maravillas. El elenco de actores ensayando eternamente es excepcional.
Está Arthur, que es el que se tapa la cara con las manos para que no le piquen las avispas, y Gretel, que corretea de un lado a otro como un corredor de marcha dopado. Yo parezco normal al lado de estos dos, sino fuera por que de vez en cuando, y de forma disimulada, me miró las manos con detenimiento.
Se acerca Billy, que en realidad no se llama así, y me dice algo al oído.
No entiendo lo que susurra. Al parecer nadie le entiende.
Luego se va encogiéndose de hombros como si le hubiera contestado con una incoherencia como la suya.
Me acerco a Paul y le pido un cigarrillo.
– No hay cigarrillos, nunca los hubo -. Me contesta sin dejar de mirarme como si oliera mal – Ni humo, nunca lo hubo -.
– Sólo está el fumador, solo y tranquilo -.
Me temo que hoy no puedo hablar con Paul. Me alejo y me siento en una silla cerca de la valla que da al bosque.
Intento concentrarme, pasar por encima de los sedantes y saltar la valla y volver a casa a seguir con mi vida. Es un ejercicio que realizo a diario, para relajarme, para hacerme ver que todavía me queda músculo en el cerebro, que no he perdido totalmente el juicio.
Vuelvo de regreso del trabajo. Con mi smoking impecable, mi flamante coche esperando entrar en mi enorme garaje, junto a mi lujosa casa, con mi mujer modelo y mi hijo superdotado. Todo es felicidad, redondo y perfecto.
Redondo y perfecto.
Así son las ruedas. Así giran y avanzan dejando un gran surco en la hierba de la mente. Las veo atropellar al niño y a la anciana sin darme tiempo a reaccionar. Ni mi prepotencia ni mi velocidad evitan que la sangre salpique mi cara. Como hubiera deseado haberlos aplastado simplemente, sin que saltaran por los aires aquel brazo y aquella cabeza. Es terrible pensar de este modo, pero cuánto dolor me hubiera evitado, cuánta locura y remordimiento se habrían quedado en su sitio, agazapados en el fondo de mi psique.
El Sr. Williams se acerca tras saludar a Paul como si alejara humo de su cara.
– Robert, ¿Qué tal esta mañana?.
Por un momento tengo unas terribles ganas de mirarme las manos, pero me resisto y observo a través de la valla, a la nada.
– Bien, Doctor. Los sedantes me ayudan, estoy más… tranquilo.
– ¿Y esas manos?. -Me las coge y las sopesa con ternura- Limpias como le dije.
– Sí Doctor, intento no mirármelas. Es una buena señal, supongo.
– Muy buena, Robert. Muy buena.
Me da un golpecito en el hombro y se marcha.

Sé que es un hipócrita, incluso un mal Doctor, pero allá cada uno con su cruz.
Lentamente me levanto e inicio el regreso a mi cuarto. Está empezando a llover y Arthur tiene un ataque y se lo tienen que llevar entre dos enfermeros. Paul habla ahora sobre la lluvia. En cierto modo es un genio, un filósofo, un erudito. Quien sabe por qué está aquí.
– Lloro para darme a conocer a la lluvia. Somos elementos de un mismo organismo que no se percata de sus partes.
El pasillo se llena de enfermos con sus gruñidos y quejas y trato de pasar ante ellos sin que me toquen. No quiero que me contagien su locura.
Abro la puerta del cuarto y mi compañero sigue bocabajo, resoplando sobre la almohada mojada.
Me pregunto si superaré esto algún día. Si me dejarán salir antes de que me vuelva como todos. Si pudiera vivir un sólo día sin arrepentirme de esas dos muertes, de aquel maldito accidente… si fuera lo suficientemente fuerte para salir adelante y pensar que fue el destino…
El destino. Las líneas del destino.
Vuelvo a pensar en las manos.
Tengo que distraerlas, antes de que empiece.
Me acerco a la mesilla, vuelo hacia el papel.
Entonces me detengo aterrorizado.
Allí está mi avioncito de papel, y mi barco y mi pájaro antaño inmaculado.
Están manchados de sangre. Grandes pegotes de sangre y carne resbalan por sus dobleces, haciéndome recordar, volviendo al pasado.
No puedo evitar mirarme las manos.
Están rojas.
La sangre chorrea por mis dedos.
Empiezo a gritar y me las muerdo con fuerza.
Pero sólo consigo que salga más sangre, mientras la cabeza de la anciana me observa desde el asiento de atrás.

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DEBAJO DE LA CAMA

DEBAJO DE LA CAMA

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ATENCION EL CUENTO NO ES MIO ES COPIADO.

La imagen que más le había impresionado en toda su vida pertenecía a una película de la cual no recordaba ni el título. Había una niña tumbada sobre su cama. Poco más allá, a su izquierda, había un espejo, y ella podía verse dormir. La luna reflejaba su imagen, y cada noche, por aquello del miedo que atenaza a los niños, la cría se miraba en el espejo y aprovechaba para ver si debajo de su cama había algo de lo que debiera tener conocimiento. Tras ver que no había nada se quedó tranquila. Unas escenas más adelante volvió a hacer lo mismo y luego cerró los ojos. Su mano cayó hacia el suelo. En un momento dado notó una humedad viscosa en su mano lacia y abrió los ojos sin atrever a moverse un ápice. Giró la cabeza hacia la izquierda y miró el espejo. Bajo su cama había un hombre con ojos de sádico, que lamía su mano con la boca sangrienta en un rictus perverso.

Aquella escena era la que más terror le producía, pero ella no tenía un espejo al lado de la cama para mirar si estaba sola en la habitación, y por más que había pedido a sus padres que le pusieran un espejo estos siempre le habían dicho lo mismo: no hay sitio. A un lado tenía el balcón y al otro un armario y la puerta. No cabía esa posibilidad, y ponerlo enfrente no tenía sentido.

De modo que Leticia miraba debajo de su cama nada más entrar en la habitación, con las luces abiertas y la puerta del cuarto abierta, por si tenía que gritar y ser escuchada por sus padres. Una vez comprobaba que no habia nada, cerraba la puerta para asegurarse de que nadie podía entrar, y tras leer algunas páginas de un libro de la colección del Barco de Vapor, se dormía con la luz de la lamparilla encendida. Más tarde, como cada noche, entraría alguno de sus padres para darle un beso en la frente y cerrar la luz. También cerraban la puerta por expreso deseo de ella. Si antes no habían entrado, después tampoco lo harían.

Una noche entró e hizo su rutina habitual. Cuando terminó abrió el libro que estaba leyendo, sus ojos consumieron ávidamente unas páginas y cayó rendida. Su madre entró veinte minutos después, besó su frente, cerró la luz y se marchó, dejando cerrada la puerta.

Leticia no pudo ver como media hora más tarde el pomo de su puerta giraba lentamente. La puerta no chirribaba, de modo que tampoco se enteró cuando ésta se abrió lentamente y ?algo? que no tenía forma ni color se deslizó por el suelo sin hacer ningún ruido. Ella permanecía inerte sumida en sueños cuando la sábana que la cubría comenzó a deslizarse hacia sus pies. Un pequeño cosquilleo producido por el movimiento de las sábanas hizo que moviera las piernas incómodamente, casi en un arranque nervioso, pero no llegó a despertarla. Cuando las sábanas terminaron en el suelo Leticia comenzó a tener una pesadilla. Sus ojos, ocultos tras los párpados cerrados, se movían rítmica y velozmente. Mientras tanto un ser invisible a la vista humana, deslizaba parte de sí por las piernas desnudas de Leticia, provocando que toda su piel se estremeciera y el bello de todo su cuerpo se erizara. Un frio glacial recorrió sus pies, sus piernas, su cintura, su pecho y sus brazos y terminó llegando hasta su rostro como un suspiro mortal. Leticia sintió que el corazón se le congelaba y abrió los ojos en un rictus de horror. Respiró hondo y comenzó a hiperventilarse mientras sus manos se agarraban fuerte a la sábana de fondo. Cuando logró aminorar la velocidad de su respiración y su corazón volvió a su número de palpitaciones habitual, Leticia parpadeó un par de veces más y se centró. Algo fallaba. No era solo la pesadilla que le había despertado, había algo más. Era un presentimiento. En un moviento tan rápido como el miedo le permitió, encendió la luz de la habitación.

Sentada aún en la cama se miró las propias piernas y encontró la respuesta a su pregunta. La sábana que cubría su cuerpo ahora no estaba. Miró a un lado y otro de la cama sin apenas mover más músculo de su cuerpo que el del cuello, y no encontró la pieza que faltaba. De un bote se puso de rodillas y se acercó hasta los pies de la cama. Allí abajo, de forma circular, estaba toda la sábana que debía haber estado cubriendo su cuerpo. Comenzó a sentir otra vez el miedo que la había hecho hiperventilarse y su respiración volvió a agitarse. De haber sido asmática ya habría sufrido un ataque. Era una suerte ser una niña sana. Si hubiera tenido setenta años probablemente aquella noche habría muerto de un ataque al corazón.

Alargó el brazo para recuperar su sábana y se la echó por encima. Todavía luchaba por recuperar también la serenidad. Tenía tanto miedo que apenas le salió un susurro de la boca cuando creyó estar gritando ?mamá?. Su carne de gallina y su bello erizado no la tranquilizaba en absoluto. Tras gemir comenzó a llorar. Si las palabras no salían de su boca, tendría que ir hasta la habitación de sus padres para dejarse consolar… y aquello también le provocaba pavor. La habitación estaba dos cuartos más allá, al fondo del pasillo. Pero si quería que hubiera alguien con ella hasta que consiguiera volver a dormirse, tendría que salir de su propia habitación. Con todo el valor que una niña de doce años podría tener, Leticia localizó primero las zapatillas para ponérselas lo más rápido posible y salir corriendo de allí. Pensó que si corría llegaría antes a la habitación de sus padres y podría meterse entre ambos para recuperar la tranquilidad y el sueño. Sólo sus padres tenían esa capacidad de devolverle la paz. Ella era muy joven, no podía hacerlo todo sola. Necesitaba dos adultos a los que amaba y en los que confiaba.

Decidida, tras localizar sus zapatillas, se abrazó a la sábana, se calzó y corrió hacia la puerta de su habitación. Fue entonces, cuando al alargar el brazo para abrir el pomo, se dio cuenta de que la puerta estaba abierta. El miedo la paralizó de nuevo y sus ojos bailotearon de terror. No se atrevía a girarse y en el umbral permaneció el tiempo que a ella le pareció una eternidad. Sus pies no se atrevían a dar un paso más. Comenzó a hiperventilarse de nuevo y sintió marearse, y en un arranque último de valor extendió el brazo y abrió la luz del pasillo. ¿Iba a morir de miedo? Aquella duda consiguió que echara a correr hasta la habitación de sus padres pero fue tan rápida y torpe que se estampó contra la puerta semiabierta.

Cayó al suelo y se dañó un tobillo, pero provocó el suficiente ruido como para que su padre se despertara y abriera la luz.
– ¿Leticia?

La niña alzó su rostro poco a poco. Primero vio las baldosas del suelo, luego llegó hasta las zapatillas de su padre, y entonces miró debajo de la cama de matrimonio.

Antes de que la habitación comenzara a darle vueltas y cayera al suelo había podido ver que debajo de la cama de sus padres estaba su madre sobre un charco de sangre y un ser etéreo, como el cristal, al cual sólo se podía con los ojos de la infancia, lamía la barbilla sangrienta de su madre.

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EL POZO

EL POZO

Pozo

 

 

 

Hace muchos años en un viejo pueblito instalaron un gran pozo que fue drenado, no sólo por casualidad sino porque aquel pozo escondía un profundo secreto que los habitantes del pueblo jamás mencionaban… hasta que un día dos pequeños desataron algo que se había mantenido en secreto.

Diez años después de la construcción del pozo una familia de dinero se mudó a dicho pueblito. La señora que compró la casa era una viuda que había reclamado la fortuna de su difunto esposo, tenía dos pequeños de 7 y 8 años. Patrich era el mayor de los dos y Elizabeth la pequeña de 7 años.

La familia tenía un vecino, el señor Fasto, que pretendía a la señora. Era un tipo avaricioso que se disfrazaba como un tipo amable y atento con la familia pero en realidad era lo contrario.

Un día los niños salieron a jugar al patio de la casa y se encontraron con una vereda que subía a un pequeño monte, los niños guiados por la curiosidad siguieron la vereda aquella. Al final de ésta se encontraron con un viejo pozo de roca que al parecer no contenía agua, estaba todo enlamado de lo viejo, pero aún contenía el torno para sacar el agua con la cubeta. Los niños accidentalmente tiraron la cubeta al pozo, en ese momento la madre preocupada llamó a los niños.

Al otro día los niños volvieron donde el pozo y para su sorpresa la cubeta que habían arrojado estaba en el mismo lugar de siempre pero había una nota dentro de ella que decía: «TENGO HABRE» Los niños, sin importarles mucho de quién provenía la carta, fueron a su casa y llevaron una jugosa pieza de pollo al pozo y la bajaron con la cuerda.

Al otro día los niños volvieron al pozo y ¡oh sorpresa! la cubeta estaba llena de monedas de oro y alhajas. Desde ese día los niños llevaron comida suculenta y a cambio tenían su magnífica recompensa.

Al prometido de la madre de los niños, el señor Fasto, se le hacía raro que los niños escondieran comida durante la cena y además ya los había visto llegar con monedas; se le hizo muy extraño, así que una noche se encaminó al pozo y comenzó a bajar por la cuerda hacia el fondo del pozo…

Al otro día los niños regresaron al lugar del pozo y se encontraron que en la cubeta había una cantidad de oro inimaginable, también encontraron ropa desgarrada y otra nota que decía: «GRACIAS POR EL BANQUETE ¿TIENEN MAS?».

 

Espero que les haya gustado.

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NO PUEDE MI CORAZON

Es ella como una flor,

una flor que en el verano se marchito

Murió como en las tardes muere el sol

acabo con el encanto que hasta mi amor se murió.

Tiro ilusiones , ilusiones que hoy más tardes la condenan

Se fue huyendo convirtió mis poesías en penas

y hoy que vuelve mi amor se extinguió.

miren que gran dolor

Me duele dentro del alma

Me duele el no poder amarla

Pero mi corazón ya no puede hacer nada.

II

Lleva una llama de amor

encendida en el pecho

que se apago con el frágil viento

por los anhelos de amor que nunca alcanzo.

La rosa poco a poco se marchito, el roció no rego su olvido

Aquel amor de tristeza se volvió un rio

un rio de penas que al fin se secó.

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