La Última Estación

“La muerte es un castigo para algunos. Un regalo para otros. Y para muchos un favor”. Séneca

 LA ÚLTIMA ESTACION

A Juan José:

       Ayer a la noche falleció mi padre, don Arturo Ledesma. Un hombre harto de sufrir y disgustado al verse transformado en una piltrafa humana.

       Esta mañana abrí un e-mail del geriátrico donde subsistió los últimos siete años, desde que un accidente cerebro vascular lo dejó hemipléjico. La Regente del Hogar San Andrés me informaba que una hora después de cenar comenzó a quejarse que le faltaba el aire. Como tantas otras noches le hicieron dos puff de Salbutamol, pero esta vez sus pulmones no respondieron. Preocupada, quizás porque se le esfumaban tres mil quinientos pesos mensuales, llamó de inmediato al Servicio de Urgencias de su prepaga. 

       Lamentable o afortunadamente, según como se miren la vejez y la dignidad personal, la ambulancia arribó cuando él ya había partido hacia la estación terminal.

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EL GAUCHO TIERRA

 

Le clava las espuelas en los ijares hasta sangrar… Y da otro talerazo más tratando de hacer más veloz la marcha. Con los  pies firmes en los estribos estira el cuerpo hacia adelante, como empujando a su caballo. Gritan las garzas en el bañado cercano anunciando la buena nueva de la lluvia eminente. Resuenan las patas del potro en la ladera, de la última ladera antes de las casas. Las manos le tiemblan agarrando las riendas sobadas por el uso. El sombrero aludo apenas se sostiene con el barbijo hundido en la maraña de su barba negra. Sus ojos están dilatados por la pavura y el anhelo.  Tiene la mirada puesta en el punto distante  aún del rancherío grande del Cerro de las  Cabras. Por un instante a veces su mirada se dirige a un cielo amenazante de negros nubarrones que se arremolinan llevados por el viento del sur. En otras, mira a su caballo, lo mira con pena y cierta añoranza,  ese que lo tomó de potrillo y lo invitó a recorrer el mundo. Resplandece un rayo que parece hundirse allá en el monte de espinillos y unos segundos más tarde, un estruendo brutal provoca una estampida del grupo de vacunos que de cola a la ventisca se preparaba para soportar el temporal. Luego silencio. Silencio solo marcado por el andar sudoroso del Gaucho Tierra.

Estaría  a no más de cuatrocientos metros de la casa cuando se desencadenó la tan temida lluvia. Primero fueron una sucesión de gruesas y pesadas gotas que anunciaban la catástrofe. Luego fue el diluvio. Trató el gaucho de envolverse lo más que pudo en su poncho. Esfuerzo inútil. El agua, porfiada siempre encontraba alguna parte descubierta y se metía entre sus ropas para irlo mojando de a poco.  Sentía en su cuerpo tibio correr goterones espesos de su esencia corporal. El agua lo iba volviendo a su ser primigenio. Al barro ancestral  del que estaba hecho.

Abelino, el niño creador, artista, artífice de esa vida errante está de pie  bajo el alero del rancho viejo. La perrada anunció la presencia del extraño desde hace rato. Los ladridos de «Cacique» fueron luego acompañados de Lobito y Cachorra. No tardó Abelino en reconocer la figura del Gaucho Tierra, ese que sus manos lograron modelar hace ya tiempo bajo el abrigo del ombú donde acostumbraba a pastar a su tropa de marlos. ¿Cuánto tiempo ha pasado?… Recuerda que fue después de un temporal de julio, coincidente con las vacaciones de invierno y que su madre le rezongó mucho por el estado en que habían quedado sus ropas. Si. Le llevó como dos o tres días hacerlo y rehacerlo para que tuviese la forma y figura que anidaba en su mente … ¿Y conseguir aquellos retazos que guardaba su madre en el armario de las costuras?. 

Ahora volvía… ¡Sí, era él!… ¡No caben dudas!. ¿Cómo no reconocerlo por esos brazos fuertes, esa cabeza que le salió medio ovalada y esas piernas retaconas y muy gruesas?. ¡Qué ganas de abrazarlo!. ¡Abrazarlo como se abrazan los verdaderos amigos!. Cuando aquella mañana fue a encontrarse con su gaucho que lo había dejado bien guardadito en el  hueco grande del ombú del corral del fondo se sorprendió mucho de no hallarlo. ¿Quién se lo habría sacado?. Sin duda que alguno de los peones que siempre andaban  metidos en sus cosas… De pronto, recuerda ahora vivamente, desde atrás del ombú, sonriente, apareció magnífico, sonriente, lleno de vida, quien sería «El Gaucho Tierra»… 

Llueve fuerte ahora,  una lluvia fina y sesgada que da con fuerza en la grama, en las ramas del sauce que se sacude con fuerza. El jinete viene rápido. Pero… cómo no correr si el agua está cayendo ahora con tanta fuerza. Allá, bajo el alero estaba Abelino sin saber que hacer, todo poseído por las emociones encontradas. ¡Y esa lluvia desatada que no para!. Y de pronto abre los brazos y corre hacia la portera… Corre chapoteando los charcos incipientes en los que estallan los goterones… Y corre hacia su amigo gritando ya… ¡Gauchoooo!…¡Mi Gauchooo!…¡Corre Gauchooo!. Pero el destino es cruel y el encuentro es muy fugaz. Es un encuentro de miradas llenas de amor, de entendimiento mutuo, pero un encuentro fugaz. El destino quiso que no pudiesen sus brazos completar el abrazo que se estaban dando sus corazones porque el Gaucho Tierra volvió a ser lo que era, solo tierra. Tierra. Tierra mojada por la lluvia, solo barro… Y Abelino lloró…

¡Y yo también  lloré entonces, Montiel Ballesteros!.¡Cómo lloré!. Yo que no sabía de tu existencia de escritor de fina pluma y que me hiciste vivir en esos días junto a ese pobre gaucho de nuestros campos. Te recuerdo hoy cuando tú, Montiel, tienes existencia  a través de tus libros. Te recuerdo hoy cuando ha pasado ya bastante más de medio siglo de estas vivencias. Quizás fue, en mi niñez, mi primer drama aunque fuese un libro destinado a niños y yo cursase cuarto año escolar. ¡Ah….Gaucho Tierra….!¡Vives !…¡Vives en mi!.

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Extremos De La Vida

 

viejo

Cae la tarde. Una nueva tarde de otoño, serena, de cielo límpido, de aire tibio y perfumado. Muy lejos se oye el ruido urbano, bocinas, motores rezongando. Acá, entre los árboles, el canto de los pájaros alterado de vez en cuando por el sonido estridente de la sierra de Perdomo.

En el patio de grava, sentado contra la pared en un banco desteñido por los años está el abuelo. Es el abuelo Jaime que cuida a su nieta. Tiene el bastón entre sus manos y hace arabescos en el piso. Sus ojos detrás de los gruesos cristales se ven cansados, lagañosos, casi sin vida. Miran sin ver los dibujos que va formando en el suelo ensimismado en recuerdos de hechos  que janolaron su vida. De vez en cuando recupera su ìmportante misión de guardián y tutor de Clarita y entonces levanta su cabeza y su rostro se altera. A veces arrugando su frente y anunciando peligros inexistentes alza la voz en señal de advertencia. En otras sonríe y contesta con monosílabos las palabras que, inconexas, modula su nieta.

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Despertar (Poesia Para El Mundo Que Viví «La Drogadicción»)

«Despertar»

Te probé al despertar,

esa sonrisa me faltaba

la voz de: – te sientes bien  –

en el oido susurrando

y termino con lo mismo

dandole vuelta a la cabeza.

Después cambio todo

te traté de buscar,

comprar, conseguir

y no te encontré,

hasta que una llamada

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