Ángel (Segunda Parte)

[¿Has leido la primera parte?]

Se adentraron por un sendero bastante abierto y seguro. Habitualmente era transitado por gente que necesitaba llegar al otro lado del parque sin querer rodearlo completamente.

Un sendero así no me servía. Debía hacer algo más mágico, por lo cual comencé a pensar. Una manada de búfalos… no, era muy peligrosa. Una nave alienígena… no, era muy estremecedora. Un tornado… no, era muy movido y no quería despeinarme. Un camino amarillo hacia un castillo encantado… no era una idea muy gastada. ¡Un meteorito! Sí, eso me serviría, pero para que lo vieran debería ocultar un poco el sol.

–¡Niños! –exclamé–. ¿Ven como esa nube tapa el sol?

–¡Uy! Se está nublando –dijo él.

–Cierto, pero podemos seguir caminando, no creo que hoy tenga intenciones de llover –aclaró ella.

Ahora venía mi actuación monumental. Tomé carrera y corrí hacia un pino bien grande. Trepé, trepé y trepé hasta llegar a una de las últimas ramas, pero lo suficientemente gruesa como para sostenerme. Escudriñé el horizonte y busqué el lugar adecuado. Y actué.
Un ruido bastante fuerte, como un silbido, fue percibido por mis dos amiguitos, lo cual les hizo desviar la mirada hacia el norte. El ruido era acompañado por una estela de luz dejada por un bólido que surcaba el cielo en dirección al bosque.

Al desaparecer el bólido entre las copas de los pinos más lejanos, se sintió el crujido de las ramas de los árboles al romperse y el golpe contra la Tierra. Un resplandor blanco había surgido de allí. Ellos dieron vuelta el rostro y no miraron, y al volver a ver, tan solo quedaba el silencio del bosque, el mismo que antes del bólido. Debo admitir, modestia aparte, que para crear cataclismos naturales, soy todo un artista.

–¡Esperen! ¡No se vayan sin mí! –les grité. Habían comenzado a correr en dirección al suceso. Y yo, arriba del pino sin saber como bajar.

Los gatos somos excelentes para subir a los árboles pero tenemos el defecto de que no sabemos como bajar. Y para colmo de males, cuando Dios comenzó a contratar gatos como ángeles guardianes, se le olvidó darnos alas. Como pude salté de rama en rama hasta que a una altura considerablemente baja me tiré sobre la pinocha.

Corrí unos treinta metros hasta alcanzarlos. Creo que es tonto acotar que había caído parado. Esos treinta metros habían sido cansadores para mí, pero interesantes. Tal cual lo había previsto, había que saltar una pequeña depresión, que más que una depresión era el cauce seco de una cañada. El salto no era de más de un metro, o un metro y medio de largo, pero el suelo arcilloso había sido muy fácil de horadar por el agua, por lo cual era profundo. Dicha profundidad estaría por los ochenta centímetros, o un metro. No era como para tirarse con todo y luego subir.

Ellos caminaron hacia un lado y otro buscando un lugar menos profundo, pero no lo encontraron. Creo que es casi obvio el porqué. Si era una cañada, la profundidad era la misma a través del mismo tipo de suelo.

Salté hacia el otro lado. Para mí no era nada difícil.  Luego saltó él e intentó no caerse al aterrizar sobre el borde del abismo.

Lo logró.

Realmente, caerse allí daba miedo. Debido a sus características, era un lugar ideal como para asustarse. El cauce seco estaba cubierto de pasto y hojas secas. Más que pasto era cualquier tipo de planta que solo servía para esconder víboras, comadrejas, ratas y vaya a saber que otras alimañas de la creación.

Ahora debía cruzar ella. Era la parte más divertida. El noventa por ciento de las mujeres de esta sociedad no fueron educadas como para este tipo de aventuras. Crecieron jugando con Barbie y Kent en un mundo todo resuelto, ideal.

Precisamente ella, no pertenecía al diez por ciento restante. Él fue hasta un lugar donde había algunos pinos caídos, buscó tres troncos que le sirvieran para hacer un puente. Esto significó que tuve que guiarlo a buscar tres troncos, de tres pinos, que tuve que tirar en el momento. Lo más interesante fue lograr que no hicieran ruido. Los dos primeros troncos fueron fáciles de llevar, eran livianos, pero un poco débiles. Por lo cual, no eran muy seguros. El tercer tronco era más grueso, más pesado y me pareció mejor que lo dejara. Si fuera muy necesario, lo volveríamos a buscar.

Al llegar, ella estaba sentada en un tocón, sin saber que es el mejor lugar donde se puede construir un hormiguero.

Realmente, fue divertido.

Él le informó que seguramente habría hormigas, y efectivamente así era. Durante unos cuantos segundos, ella se sacudió las hormigas que creía tener, ya que solo unas pocas se atrevieron a subir a su pantalón blanco. Luego de ese divertido espectáculo, se dispuso a cruzar.

–¿Estás seguro que esto es seguro? –preguntó.

–Sin duda que si, son árboles jóvenes con suficiente elasticidad. Además tú pesas muy poco como para que se quiebren.

Eso era mentira, yo me encargaría del resto.

–Bueno, voy a intentar cruzar –dijo ella con un tono muy desconfiado.

–Perfecto, te extenderé la mano, y cuando puedas tómala para sentirte más segura.

Ella comenzó a cruzar lentamente con su mano derecha estirada en dirección a él. Primero puso un pie, el izquierdo sobre la punta de los troncos que descansaban sobre la orilla. Luego con mucha solemnidad giró su cuerpo de forma que su pie derecho se apoyara lo más lejos posible en la parte de los troncos que estaban sobre el cauce seco.

Los troncos, al sentir el peso se comenzaron a curvar y curvar. Y a curvar. Y a curvar aún más. Ella con mucho miedo, volvió a girar su cuerpo para dar un paso más, que la dejaría a pocos centímetros de la otra orilla.

Ambas manos se encontraron y en ese preciso momento, los troncos comenzaron a emitir ciertos crujidos que eran bastante intranquilizantes. Una expresión de terror se dibujó en su rostro. Ambos troncos se quebraron antes de que su pie izquierdo se apoyara con firmeza.

Ella sintió un tirón en el brazo que la elevó angelicalmente por el aire, y la hizo caer en brazos de su… en brazos de él.

Al llegar casi a tierra firme, él la tomó de la cintura y la abrazó.

–Llegaste. No tengas miedo –le dijo.

Ella con una cara no muy feliz se apartó, caminó hacia delante y se sentó en la arena. Su corazón latía fuertemente. Estaba nerviosa.

–Acompáñala, reconfórtala –le dije a él. Parece que no se daba cuenta lo que debía hacer.

Él se acercó. Puso ambas manos sobre los hombros de ella. Trazó círculos con sus pulgares y se sentó a la derecha. La miró. Ella tenía una expresión no demasiado expresiva. No quería hablar. Él acarició su mano derecha y la rodeó con el brazo izquierdo. Con su mano izquierda recorrió el brazo izquierdo hasta llegar a la mano y saltó a la cintura.

Ella no emitió palabra alguna. Y él no sabía que decir. Sin duda notaba su nerviosismo, cierta sensación de inseguridad que no era buena para mí ni para ellos. Quizás me había extralimitado. Era necesario hacer algo.

Debía pensar rápido y actuar más rápido aún. Pero ella era una mujer muy inteligente y se habría dado cuenta que intentar volver la llevaría a la misma situación. Pero era una mujer. Su decisión sería virtualmente inapelable. Costara lo que costara.

Yo sé que a veces la ortodoxia de mis métodos es bastante dudable. Lo entiendo. Pero también sé que la eficacia que pende de un hilo durante su concreción es la mejor eficacia de todas. Ella es toda una científica, tiene que verlo de un modo objetivo.

Me senté en un árbol caído al borde del claro y me quedé a observar el desarrollo de los hechos. Él se levantó y extendió su mano hacia ella y la invitó a sentarse sobre el árbol caído donde me encontraba yo. Tuve que correrme para que no se sentaran sobre mí.

–Sé –le dijo él–, que las aventuras con la naturaleza suelen ser un poco traumáticas, pero también sé que siempre son muy divertidas.

Ella no dijo nada, lo miró y sin ninguna expresión clara en su rostro, esperó a que él continuara.

–Podrás ver que el susto del cruce no es más que un simple susto, sin consecuencias reales. El hecho de que hagamos las cosas de a dos, es para que uno se apoye en el otro, y a la vez, lo cuide.

Allí me di cuenta. Él estaba usando una técnica que sin duda aprendió de mí. Ella solo sabe bien de números, solo sabe de lógica, de ciencias exactas. El punto principal está en que él sabe de ella. Sabe cuales son sus puntos débiles y sus puntos fuertes. Y lo más importante. Sabe como utilizarlo.

–¿Y no vas a decir nada? –le preguntó él.

–Que cuando te pones así, como ahora, tienes una mirada muy bonita.

Sonrió. Ambos sonrieron. Él tomó su mano derecha y con una suave caricia le dijo un “Gracias” apenas audible, pero que ella sí escuchó. Mi trabajo podía llegar a su fin muy rápidamente, así como destruirse por completo en los próximos minutos.

Y comencé a temblar.

Ella se levantó y comenzó a caminar en dirección a la caída del objeto. Con entusiasmo le hablo.

–¿Vamos? Tenemos que ver que fue lo que cayó. Quizás descubramos algo interesante.

–¿Qué te parece que podremos encontrar? –le preguntó él.

–No sé, esperaba que tú me lo dijeras.

–¡No le digas lo de los extraterrestres! –grité yo.

–Y… puede ser que… –pensó–, puede ser que encontremos algún bólido, algo que cayó en la Tierra proveniente de la órbita o del espacio.

–Interesante.

–También supongo que podremos encontrar el cráter que habrá dejado.

–¿Y si se quemó al atravesar la atmósfera por completo?

–Puede ser una señal de Dios… Debemos interpretarla y averiguar quien es el anticristo.

–Hubieras dicho lo de los extraterrestres –le comenté.

–Y quizás… quizás –continuó él–, sea una nave extraterrestre, que espera que nosotros, simples terrícolas, nos acerquemos como gatitos curiosos, y luego nos abducen y hacen experimentos sexuales con nosotros.

–¿Gatitos Curiosos? –Dije yo con voz de enojo– Por más curiosos, aún precavidos. ¡Estos humanos!

–De todas las opciones –dijo ella–, prefiero el Tunguska en miniatura.

–Pero creo que la de…

–¡No insistas! –lo interrumpí yo, lo cual parece que ocasionó que miraran para mi lado, con lo cual cortó sus líneas de pensamiento y dejó el campo más libre para obtener resultados.

Mientras caminábamos, el bosque se comenzó a hacer más espeso, pero no en el piso. Las copas de los árboles, cada vez más densas y más entrelazadas apenas dejaban pasar la luz del sol. La naturaleza gradual de la espesura, hizo que ellos no se dieran cuenta de lo que sucedía, ya que permitía que sus pupilas se adaptaran a la cantidad de luz existente de una forma cómoda. Se estaban convirtiendo en gatitos que ven en la oscuridad. Dicha situación me hacía acordar a una obra de Shakespeare. Y me dio muy buenas ideas.

La oscuridad en el día siempre necesita de un poco de ayuda para convertirse en oscuridad real, por lo cual colaboré con un poco de mis encantos para que la ilusión pareciera un poco más verídica.

–Se está poniendo muy oscuro –dijo ella–. Casi no puedo ver.

–¡No! ¿Te parece? Yo veo todo –dije yo.

–¡No! ¿Te parece? Yo veo todo –dije él.

Siguieron caminando y yo detrás de ellos. Había algunos juncos altos, lo bastante incómodos, que le dio a ella la gran idea de pedirle ayuda a él para cruzar sobre unos troncos caídos de pinos jóvenes. Seguramente, la causa de la caída fue un incendio forestal.

Manitos.

Creo que se sentían cómodos. Siguieron de la mano durante el cruce de los juncos hasta llegar a un bañado seco. Luego cruzaron el bañado lentamente hasta llegar hasta la otra orilla. Mientras lo hacían, hablaban de bueyes perdidos y ovejas encontradas; temas que no tenían ninguna importancia para mí.

Aunque toda importancia es relativa. Mientras se sintieran bien el uno con el otro, mejor sería para mí. El éxito de mi misión dependía de lo que ellos hicieran y de que lo que hicieran fuera el objetivo de mi misión.

–Creo que llegamos –dijo él.

Había unos árboles tirados, no eran muchos. Era un bosque de pinos muy jóvenes, de unos diez años ó menos.

–Ven –dijo él mientras apuraba el paso.

–Voy, ¡Espérame!

–¿Ves como los árboles están tirados en forma radial a un punto central donde convergen los radios marcados por los troncos?

–Lo veo, y me da a suponer que este es el lugar donde cayó el coso ese.

–Bólido podríamos llamarle –dijo él con mucha seriedad–. Decirle “coso ese” no es muy científico.

Él la ayudó a saltar por sobre los arboles tirados hacia el centro del círculo. Salía humo o vapor de color blanco amarillento de dicho lugar central. Se percibía, o al menos yo percibía, un extraño olor. Un olor característico del azufre. Me recordó la vez que estuve cerca del volcán Santa Rosa en plena erupción.

–Estas cosas solo se dan… por milagros –le dijo ella.

–¿Crees en milagros?

–A veces.

–Espero que sucedan varios juntos.

–Yo también.

–¡Y yo! –les dije.

Cada vez estábamos más cerca y la tensión aumentaba. Creo que el círculo tenía un diámetro de 100 metros. Y la caída de los árboles era gradual. Los de más afuera quedaron recostados sobre los exteriores que quedaron inmutados… o al menos un poco apretados. Pero los del centro fueron arrancados de raíz. Todos más o menos de la misma altura, tenían entre unos cinco y siete metros.

Y llegamos al centro. Había mucho calor allí. Con unas ramas probaron los materiales del suelo que emanaban humo. El cráter no era de más de un metro y medio de diámetro, pero era hondo. Creo que a dos metros se encontraba el causante de todo eso. O a tres. O a cuatro. No sé.

Comenzó a salir más vapor. Era vapor de agua. Y me alejé, yo no quería saber nada con esas cosas húmedas. Y al estar a resguardo suficiente seguí observando sus deducciones.

–¿Viste que la arena está fundida en los bordes?

–A ver… –él le dio las ramas que utilizaba para explorar el cálido y humeante suelo y ella probó con sus propios sentidos.

–¿Y viste esas manchitas que hay por todos lados?

–¿Cuáles?

–Éstas, son alargadas, de color amarillo.

–Puede que sea parte del bólido.

–Quizás alguna capa externa que se fundió con el impacto y saltó como si fueran motas de pintura.

–También concéntricas –y se rió.

Cada vez salía más y más vapor. Tanto que comenzó a emitir un silbido que iba cambiando de tono. Y sucedió. Algo salió disparado por el aire, proveniente del fondo del extraño cráter. El vapor se convirtió en un geiser de agua subterránea. Seguramente una veta acuífera en el suelo.

–Ellos, mientras comenzaron a mojarse  por agua tibia que los bañaba como lluvia, se miraron, se tomaron de las manos y se besaron. Luego un abrazo, lágrimas en sus ojos y emotivamente sin palabras, miré al cielo.

De entre las nubes apareció el sol. Al verlo, recordé que estaba en una misión.

–Misión cumplida, Señor –exclamé con orgullo.

–Pues no ha sido así Ángel –me dijo una profunda voz del cielo.

–¿Por qué?

–Revisa los hechos y descubre que pasó. Recuerda que tu naturaleza no te permite diferenciar entre ciertas cosas.

Comprendí que algo había salido mal. Comencé a pensar qué. El beso, el geiser, los pinos caídos, el bosque quemado, el bosque sin quemar, la cañada, el resplandor, el bólido…

El resplandor. Lo que yo no puedo diferenciar. Comencé a correr, correr y correr desesperadamente camino atrás, pasé la cañada, el inicio del bosque y allí estaban.

Sus cuerpos. Inertes sobre la arena. Sin vida.

Ellos lo habían dicho; era un Tunguska en pequeño. Yo no puedo diferenciar entre la vida y la muerte, porque soy producto de sus sentimientos, del Amor que se sentían. Soy producto de algo eterno, más allá de la terrenalidad.

Mi misión de unirlos en vida, había fracasado. Quizás no debía darse en esta vida.

Pero el Amor…  es más fuerte.

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