Octavio era un chico de la alta sociedad, hijo de aristocráticos y del siglo XVIII. Como él no estaba de acuerdo con la forma de actuar de sus padres, ellos habían decidido exiliarlo de la familia. Su padre ordenó al comandante, un corrupto militar, que lo llevara al mercado para ofrecerlo a la gente de la clase baja con la finalidad de que sufriera por el resto de sus días y ser convertido en esclavo.
A varios días de camino, Octavio fue llevado al mercado. Era aún la medianoche y el mercado estaba aún cerrado.
El comandante y sus seguidores aguardaban. En el mercado había muchas tiendas, todas cerradas por su puesto, Octavio se sintió en un sitio desconocido.
—¿Dónde estoy? —preguntó furioso.
—¿Y eso que importa? —gritó uno de los seguidores y comenzó a golpearlo.
Volvió a golpearlo. Y lo hizo una y otra vez.
Octavio fue maltratado. Y él solo era capaz de odiar a su familia. Octavio solo quería vivir a su modo, pero sus padres eran unos malvados que no respetaban la vida de los demás.
A no ser por el comandante, el sujeto que golpeaba a Octavio lo hubiese matado.
—No podremos venderlo muerto —le dijo el comandante al sujeto.
El sujeto a penas respondió.
Cuando todos dormían y el comandante vigilaba, Octavio se acercó a él para preguntarle:
—¿Por qué hacen esto?
—Tienes mala suerte chico —dijo el comandante —. Sé que no eres un hombre de mal, pero tu padre nos ha ofrecido una gran cantidad de dinero y bueno, por eso somos capaces de mentir.
Sus palabras sonaban sinceras y Octavio pensó que podría pedirle ayuda.
—Pero sabe que soy inocente —comenzó —. Por lo tanto podrías considerar la posibilidad de soltarme y decirle a tu amo que me he escapado.
—Eso no sería posible —respondió y comenzó a burlarse.
—Por favor. Ayúdeme, sabe usted que no soy alguien malo y usted tampoco lo es.
Octavio continuaba suplicando.
—Por favor. ¿Puede usted hacer algo por mí?
El comandante no respondió. Se comenzó a rascar la cabeza y con un ademán chistoso respondió:
—Veré que puedo hacer por ti. Solo te digo algo. No puedo dejarte ir. Te venderé a la mejor familia. Pero para eso debes soportar el dolor.
—¿A qué se refiere?
—Pues, siempre hay algún miembro de alguna familia que protege los derechos de los esclavos. Por lo tanto, cuando el mercado ya esté abierto, te golpearé y aquella persona que me detenga y ofrezca dinero, a esa persona te venderé.
Y esa era la condición con la cual se jugaba la libertad de Octavio. El comandante al final no era una persona mala. Cuando el mercado estuvo abierto el comandante comenzó a gritar ofreciendo a Octavio como un producto.
En un momento el comandante le dijo a Octavio que se preparara porque llegaba el momento. Le pidió a Octavio que lo golpeara para que así él pudiese hacer lo mismo. Lo maltrató de sobremanera, repitiéndolo uno, dos, tres veces.
Y una, dos, tres veces más le hacía sufrir, pero esa buena familia de la que habló el comandante no aparecía.
Y una, dos, tres veces el salvador de Octavio no se hacía presente.
Al verse tan débil y sin fuerzas, decidió gritar en francés:
—Dios, me has abandonado. ¿Por qué? ¿Qué acaso no existes? ¿Dónde estás?
El comandante lo miró con tristeza y no pudo tocarlo de nuevo ante el ataque nervioso que estaba sufriendo Octavio.
>>Mátame, mátame, envíame la muerte porque no puedo sufrir así. Te entrego la vida. Te la entrego. Sé que en el mundo ocurren cosas buenas y malas, pero ninguna de las dos son eternas, Dímelo, ¿Es esto eterno, lo es?
>>¿O es este sufrimiento pasajero? Dímelo. Sácame de esta desesperación, de lo contrario mátame. Ordena a los rayos del cielo que me envíen la muerte, ordena a tus ángeles que me busquen. Que vengan los ángeles de la muerte a mí. O Sálvame.
Y comenzó a llorar como un niño lo hace por el calor de su madre.
El comandante se agacho y susurró al oído de Octavio:
—¿Qué crees que haces? ¿Qué has dicho?
—Aquella persona que entienda mi sufrimiento vendrá a mí y me salvará. Es esta una batalla con Dios. He tomado la decisión de luchar con él. Y hay dos opciones.
—La vida o la muerte —respondió de inmediato el comandante.
Octavio asintió.
—Lo compro —dijo un hombre que venía muy bien vestido. Los sujetos que acompañaban al comandante respondieron de inmediato.
—No es posible. Solo será vendido a gente de la clase baja, solo así lo venderemos.
—Silencio —ordenó el comandante en voz de mando —. Yo decidiré. ¿Cuánto ofrece, señor? —preguntó dirigiéndose al hombre que se había interesado por Octavio.
—¿Cuánto pide por el muchacho? —preguntó el cliente.
—Veamos. Se la pondré muy fácil —dijo el comandante —. Me pidieron venderlo a una persona de clase baja, a un precio muy módico. Entonces, si usted lo desea de una u otra forma, ¿Cuánto consideraría que debería pagarnos? Somos siete.
El comandante miró a sus seguidores con aire de complicidad, luego miró a Octavio para guiñarle el ojo.
—Piénselo rápido porque no tengo todo el día.
—Está bien. Te daré todo lo que llevó encima. Solo eso puedo ofrecer —dijo el hombre.
—¿Y cuanto es eso?
—No lo sé con certeza, pero aún así es usted quien decide.
Las palabras del hombre sonaban como una afirmación y el comandante suponía que era una gran cantidad, y es por ello que aceptó una bolsa de inmediato. La transacción concluyó y Octavio fue entregado a una buena familia, por el corazón de un comandante. Siempre le estaría agradecido porque actuó sabiamente y le libró del tormento. Y vivió feliz.
Al otro lado del mercado aquel día en que Octavio fue vendido, el Comandante abrió la bolsa. Solo se consiguió con un relicario. Y una moneda de oro. El comandante no hizo más que reír. <>
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