Cuán-Tico

“Nada debe turbar la ecuanimidad del ánimo; hasta nuestra pasión (lujuria), hasta nuestros arrebatos deben ser medidos y ponderados”.

Francisco Ayala

 

 

Estoy muy confundido. Escucho gente a mi rededor; sonidos agudos y proféticos de sirenas y gritos desgarradores. Sin embargo es aquí donde… donde… tengo esta visión;  la misma que siempre me perturbaba antes de subir al… no entiendo. ¡No entiendo!

“Estoy en un lugar austero, algo oscuro, pues solo lo ilumina un diminuto farol chino cuya luz languidece con cada exhalación de sus inquilinos. Ella está allí, recostada sobre las sabanas cándidas de lona maltes al tiempo que hace gestos vaporosos y embriagados. Su cabello ébano sobresalta mis sentidos. Sus ojos, profundos y lóbregos  me despojan de cualquier intento de escapar o controlarme. No puedo resistir. Sus facciones, junto a esa piel sedosa e inmaculada, me retienen como vil inquisidor, jadeante  de  deseo. Voy hacia ella y me lanzo en delicada forma a sus brazos. De repente, el aura etérea de la bombilla agoniza hasta que, en mi último movimiento, muere por completo. De nuevo la oscuridad perpetúa. Trato de buscar sus labios pero mi postura dorsal me evita. Entonces, escucho un gemido incesante y lúgubre al mismo tiempo que sus manos me seducen en provocativas contorciones. Escucho palabras: así como arruinaste mi presente, te borrare tú futuro… pa… y un grito escalofriante se alza con estupor. Me volteo  con tan mala suerte que… ¡Señor, señor!  ¿Me escucha?- No, no responde… me duele la cabeza… ¡Maldita jaqueca! Pero espera. Ya recuerdo…

La noche aun me espiaba. Estaba harta de ella y sus delirantes ojos sobre mí. Desde que llegué a este tiempo buscándolo, no había podido descansar como debería ser. Caminé a través de la putridez de esta ciudad, cuasi desnudo, y hambriento. Me escondía atrás de cualquier contenedor o columna, con miedo continuo  a ser descubierto por los esbirros de La Bestia. Sabía que estaba aquí, indefensa y apenas inconsciente de su devenir. Me moví con sagacidad y por fin, arribé al bar donde por primera vez percibí la sombra. Antes de ella, conocí la astucia hecha carne, el peligro hecho morbo. Me senté con la única esperanza de que me sacaran a patadas del lugar. Un hombre maduro, vestido con ropas inapropiadas para mi tiempo; de chaqueta negra estampada con motivos vanguardistas, vaqueros pegados al cuerpo y  una pañoleta roja timbrada a la americana, se acercó a mí y con voz perenne me replicó

–           Foráneo ¿no? Siempre aparecen después de cometer sus fechorías… oiga ¿Esta bien?

–           Ah… si, si… normal.-le respondí algo narcotizado por el viaje.

–           ¿Qué va a pedir? ¿Wiskey, Ron o alguna cerveza? Pero no respondí nada.

–           Entonces, si no va a consumir, se puede largar por donde vino.- me advirtió con voz litigante.

–           Solo agua, agua.- respondí.

En verdad estaba absorto. La tecnología y el estilo de este tiempo salían de cualquier cotidianidad para mí. Plataformas levitantes donde las bailarinas se contorneaban al ritmo del ruido hipersónico que inundaba el lugar. No era música. Semejaba, más bien, a un popurrí de melodías desquiciantes y frenéticas que inducían a visiones sicodélicas y delirantes. También percibí, que esta generación se drogaba con un nuevo estilo de estupefaciente. Algo llamado “EXT-1; una especie de preparado con anfetaminas baratas y asequible para todos. Empero, eso no era lo extraño. En verdad, me asalto la manera como la consumían; hombres y mujeres se preparaban un especie de hisopos que se introducían, tanto en la entrepierna como en el trasero. Al mismo tiempo, observé que los más jóvenes tenían una tipo de electrodos que conectaban con un cable de fibra óptica para obtener una descarga eléctrica a su córtex y así, estimular las neuronas que producirán simulaciones digitales, reprogramadas en imágenes y sonidos; algo así como el internet. Pero especialmente accedían a mundos virtuales, algo que antes en mi mundo llamaban Redes Sociales. Según el hombre de la barra, esto era rentable. Sexo virtual, vida acomodada a tu deseo, sin riesgo de enfermedades o problemas sociales. Además, la adicción garantizaba el retorno de la clientela.

–           Las prostitutas y narcóticos son para los más clásicos; aquellos que no han dejado el siglo veinte. Repuso el barman.

Entre toda esa dantesca sensación discrepante de una realidad abominable, una especial silueta atrajo mi atención. Alta, esbelta y de agraciadas figuras comenzó a acercarse con un movimiento presuroso, sin dejar de ser sensual. Cuando la tenue lucecilla del farol chino la acobijó, esa figura opaca se tradujo en notas visuales que bombardeaban mis sentidos. Su cabello ébano sobresaltaban mis sentidos. Sus ojos, profundos y lóbregos  me despojaban de cualquier intento de escapar o controlarme. No pude resistir. Sus facciones, junto a esa piel sedosa e inmaculada resaltaban inescrupulosamente por encima del color noche que desdibujaba su vestido. Se acercó sin ninguna precaución. Estaba aturdido. ¿Qué había hecho yo para merecer tal ataque a mi naturaleza? No pude ver su rostro con detalle ya que una fina penumbra la abrigaba contra el inicuo desespero de la luz.  Sin cruzar palabra la seguí. Con solo un gesto subordinado de mandato, me dispuse como siervo a seguirla. Era espeluznantemente encantador tal momento. El erotismo de sus caderas me abrumaba a tal punto de tambalear y perder mi control. Soy débil, lo sé, y eso era el más claro ejemplo de  fragilidad humana siempre antes visto. De repente, al pasar por el pasillo contiguo a las residencias exclusivas para los clientes o trabajadoras del lugar, noté la sombra que me condujo hasta donde estoy ahora. Traté de alcanzarla pero lo único que logré fue llegar hasta la verja que delimita el abismo citadino de 4 metros del corredor. Allí vi a los que llamaba “amigos”. Me repuse de inmediato, para así conseguir ocultarme de ellos. No podía dejar que me vieran. Sería muy sospechoso que el doctor G se adentrara a tan inhóspito y nada fructíferos lugares. Mi misión estaría en peligro si esto pasará. Por tal, pude resguardarme entre los postigos de la columna y lo conseguí. Mis irreconocibles facciones ayudaron, ya que yo había cambiado mucho en 20 años. Todavía era algo jovial, era lampiño y estaba más magro. Se suponía que era el futuro, además de la cantidad de licor que posiblemente gobernaba sus sentidos, sería muy poco probable que me captaran tan rápido sin ninguna seña universal. Como una fuerza telequinetica, mi cara giró en sentido hacia ella. Proseguí, así, como guiado por hilillos invisibles.

Al llegar a la habitación, note un leve toque de incienso en el ambiente. No estaba mal. Solo que tal fragancia me era familiar. Ese era la misma fragancia que usaba Sofía en sus reuniones hindú. Le quité la atención a tal situación y me reincorporé junto a la cama de mi fustigante  anfitriona. El lugar lucia  austero, algo oscuro, pues solo lo iluminaba un diminuto farol chino cuya luz languidecía con cada exhalación de sus inquilinos. Ella estaba allí, recostada sobre las sabanas cándidas de lona maltes al tiempo que hacia gestos vaporosos y embriagados. No pude resistir. Fue hacia ella y me lancé en delicada forma a sus brazos. Hechizado por tanta sensualidad en su tacto, accedí a todas las manera de amar. Cerré los ojos y me dispuse a ver con mis palmas, a oír con mis labios y sentir con mi pensamiento cada curva pronunciada por sus movimientos. Me dispuse de forma que mi espalda cedió a sus prerrogativas. La amé con toda mi pasión. La hice mía y ella me subyugó con el más tierno acto de fogosidad. Nos unimos como dos eternas figuras entrelazadas en una danza sudorosa y mística. Al cabo de poco tiempo,  el aura etérea de la bombilla agonizaba hasta que, en mi último movimiento, murió por completo. De nuevo la oscuridad perpetúa. Traté de buscar sus labios pero mi postura dorsal me lo evitó. Entonces, escuché un gemido incesante y lúgubre al mismo tiempo que, sus manos me seducían en provocativos contorciones. Percibí un leve susurro: así como arruinaste mi presente, te borrare tú futuro… ¡papa!… y un grito escalofriante se alzó con estupor. Me volteé con tan mala suerte que, el punzón el cual sujetaba ella, se giró y fue a dar contra su pecho desnudo. Un delgado hilo de sangre se arrebató de la herida y leves gemidos agonizantes se dejaron escapar de eso labios áureos que antes habían poseído mi alma. Al mirar como fenecía aquella doncella, la luz retornó a su puesto, ahora más intensa y al fin vi su faz. Me quedé estupefacto. ¡Era ella! ¡Mi hija! Mi amada Sofía. ¿En que la había convertido yo? Maldita deuda y maldita bestia. Inmediatamente, el recuerdo, de como esos forajidos habían irrumpido aquel domingo en nuestra casa y la habían llevado consigo a donde nunca volví a saber de ella, incineró mi mente. Creo que el maldito le comentó de mi deuda. Seguro le dijo que ella era la prenda de garantía hasta que terminara ese desgraciado trabajo. ¡Por qué ella! ¿Por qué? Ya recuerdo. Por eso vine a este lugar. Mi deuda es con el mundo y la cumpliré con creces. Tomé una camisa de lino y unos vaqueros azules que reposaban en la cómoda cerca de la cama. Retorné sigiloso al bar donde me senté de nuevo, ya en una mesa libre, y pedí un trago. Me mantuve invisible para no llamar la atención. Me deje llevar por el momento, y estaba allí, carcomido por el poder superfluo de la sensualidad citadina. Después de un buen rato, percibí de nuevo la sombra, ahora más agobiada. No quise fijarme en ella, pero me fue imposible.

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