Nunca en mi vida he tenido suerte. Es más, desde antes de nacer fui colocado en la lista de los sin suerte. Mis padres no estaban preparados para asumir la paternidad, ni siquiera se habían casado. Pero el romance de esa noche les salió bien caro.
Después de nueve meses de arduas negociaciones, ya no quedaba de otra. Y ahí vine yo con la mala suerte bajo el brazo. Me bautizó mi padre cuando exclamó:
Es el bicho más feo que haya visto yo en toda mi vida.
Mi madre, ¡tan santa!. Yo lo digo porque no la conocí. Ella me defendió de la profecía de mi padre con todo su aliento. Tanto así, que después que dijo “mentira, si es un niño bello”, se quedó sin aliento para siempre.
Luego mi padre no sabía que hacer. Cargó conmigo a sus espaldas. Y no es una metáfora, sino que con tiras de sábanas viejas, se hizo un cargador y me amarró a su espalda. Así viajamos por varios lugares inimaginables, pues ni siquiera teníamos donde quedarnos.
Al principio la gente se solidarizaba cuando nos veían a mi padre y a mi, pasando trabajo. Muchos le alentaban diciendo que yo sería su sostén en la vida. Como si aquellas fueran palabras de maldición, mi bocaza se abría dejando escapar un llanto interminable, que hacía que la gente, cambiara de opinión de repente y hasta nos echaban de los pueblos.
Así fue el principio de mi vida hasta los cinco años. Mi padre había conseguido un empleo. Y yo seguía recostado a sus espaldas. Claro ya estaba más grande y pesaba más. Un día las tiras no aguantaron y se reventaron. Rodé por el suelo, golpeándome la cabeza. Perdí el conocimiento. Y eso si que fue mala suerte para mi.
Mi pobre padre aprovechó que me hospitalizaron, y ahí quedé. Al cabo de un mes ya nadie se preocupaba por mí, ahora se preocupaban por la puerta. Constantemente miraban hacia ella, esperando el milagro de que mi padre apareciera y me llevara con él. Nada, nunca más supe de él.
Me llevaron a un orfanato. Que alegría me dio cuando vi que no era el único. Al final, no estaba solo. Hice muy buenos amigos. Y las seños, ¡cómo me querían las seños!. Sobre todo la directora de la institución, que no pasaba un día en que no quisiera estarme observando todo el tiempo. Me decía con mucho cariño:
¡Tú aquí, donde yo te pueda ver bien!. Cuando yo lo decida regresas al área de juego.
Casi siempre salía de ahí a cenar y a dormir.
Aprendí en esa institución el sacrificio por los amigos. Un día uno de los muchachos, que era al que más le gustaba jugar conmigo, vino montando en un triciclo rojo y con volqueta atrás, que habían donado para nosotros. Muy alegre me dijo:
¿Quieres que probemos la volqueta?
Orgulloso de que quisiera estrenar el velocípedo conmigo me subí sin chistar. Pedaleó como un condenado hasta alcanzar la máxima velocidad. De repente tiró de la palanca, la volqueta se elevó, y yo rodé por el piso de cemento del patio. Mi amigo se asustó al verme incrustado contra el muro. El pobre se fue corriendo, pues le dolía verme así. En cambio yo estaba felizmente golpeado y orgulloso de haber sido parte de aquella hazaña. Hasta que vino la seño y desbarató mi ilusión:
¿Tu eres mongo o que te pasa?, vamos a curarte a la enfermería, ¡anda!.
Después de eso hubo un período en que no me pasaba nada. Pareciera que todas las fuerzas naturales se hubieran olvidado de mí. Estudié. Y no fui un superdotado, por culpa de los timbres de las escuelas. Sonaban antes de que pudiera terminar los exámenes, lo que me valía un mero aprobado.
Un día mi suerte cambió. Por eso digo que ese día el viento estaba a mi favor. Tenía veintiocho años, ya había comenzado a trabajar en una hilandería, como operario de máquinas. Vivía por ese entonces en un cuartico de un albergue que me habían asignado por el trabajo.
Salí a desayunar. Frente al albergue había un descampado, lleno de quioscos donde ofertaban alimentos. Todas las mañanas tomaba mi desayuno ahí antes de irme para el trabajo.
Estaba disfrutando de mi batido especial, cuando una ráfaga de viento batió con fuerzas el techo saliente del quiosco y vino a dar de un golpe sobre mi cabeza. En realidad no recuerdo mucho. Solo se que en ese instante conocí a la mujer de mi vida.
Sentí mareos. Todo a mi alrededor estaba nublado, casi invisible. Mientras permanecía en el suelo, una hermosa joven se acercó. Dulcemente se agachó casi encima de mí. Su rostro dejaba ver que era delgada. Si se me quedó grabado, que llevaba un ancho vestido negro, y que debía ser de mangas largas, porque cuando me acarició el rostro, sentí el rozar de la tela en mi pecho. Un gran escalofrío me recorrió el cuerpo. Supuse era porque había encontrado el famoso amor, del que tanto había oído hablar. Su voz sonaba lejana, pero segura.
No te preocupes cariño, he venido a ayudarte.
Aquello si que era amor a primera vista. Sentí como que se elevaba mi alma al cielo. De repente abrí los ojos. Tenía que mostrarme fuerte ante mi conquista. Pero mi enamorada ya se había marchado. A mi lado solo quedaba un tumulto de gente y alguien que comentaba preocupado:
¡Que susto, vi la muerte rondándolo!.
Me levanté, tambaleándome.
Oiga no quiere que lo llevemos al hospital.
Me había dicho el señor de los batidos. Pero, caramba, ¿como podría ocurrírsele semejante idea?. ¿Y si mi enamorada estaba viéndome por ahí y le daba por pensar que yo era un blandengue?. Ni hablar, saqué fuerzas de la nada y salí caminando hasta la parada. Llevaba la esperanza de volverla a encontrar.
La parada estaba mas llena de gente que de costumbre. Según escuché decir hacia una hora que no pasaba la guagua. Para dicha mía solo estuve unos escasos minutos. El ómnibus hizo su parada triunfal, ante una amenazadora avalancha humana. En medio de aquello, una señora mayor me pidió que la ayudara a montar. Dejamos que los más apurados subieran. Entonces con sumo cuidado subí a la señora.
Yo tenía todavía un pie abajo, cuando el ómnibus cerró la puerta y arrancó arrastrándome unos metros. Fui perdiendo la respiración lentamente. Como si fueran ecos de una pesadilla, los gritos de las gentes hicieron que el chofer detuviera la marcha. Perdí el conocimiento. Sentía como en tercera dimensión, que me transportaban en una ambulancia.
En el hospital, cuando me entraban a cuidados intensivos en una camilla, junto a mi tomándome la mano, iba la mujer de mis sueños, con su vestido negro. ¡Ya sabía yo que andaba cerca!. Seguro que me observaba para conocerme mejor. Sentía que me amaba. ¡Porque para haber ido así conmigo hasta el hospital, sin apenas conocerme!. Eso si era amor del bueno, del que ya no se ve.
Nadie se explica como escapé de dos golpes seguidos en un mismo día. Yo si. Fue la obra del amor. Lástima que no se quedara para cuando me incorporé totalmente. Se me hace una mujer penosa y dulce. Me dijo antes de marcharse, cuando apenas estaba entreabriendo los ojos y alcanzaba a ver solamente su sombra.
No te apures querido, que yo vendré por ti.
Mañana cumplo noventa y nueve años. No se que pasó con mi novia, pero yo la estoy esperando.
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