En épocas de mi niñez, tan solo esperaba el momento de sentarme al lado de la mecedora de mi abuelo, quien en su palidez, dejaba resplandecer el gusto al inspirar sus recuerdos, para poder recrear mi infancia con historias a veces difíciles de creer, pero que lograban distraer mi mente y llenar mis ratos de ocio.
Eran cuentos increíbles a veces de grandes caminatas y cabalgatas, en caminos sórdidos, en ocaciones en hermosos jardines y hermosas estancias, donde el olor a leña y el calor de una humilde cabaña acompañaban su vida, allá donde una bella anciana, preparaba deliciosas colaciones, que según el deleitaban su paladar y eran incomparables, al punto que me trataba de transportar para sentir su misma emoción, cosa que no era difícil, ya que al escuchar el detalle de tan bonitas historias, no tanto por la sencillez de relato, sino por los sentimientos hogareños que encerraba dicho espacio.
El ruido del riachuelo en la noche, los grillos y chicharras apaciguaban su entorno, calmaban sus emociones, y cuenta el que también el juego de sus demás sentidos, el olor a pasto seco de aquel trapiche, donde de niño jugaba, hacia caer bajo sus mejillas lagrimas de emoción que despertaban su nostalgia al recordar ese ayer que ahora taladraba su alma.
Pobre abuelo ya sus pies débiles y lentos limitaban su movimiento, sus brazos temblorosos, cansados evitaban que expresara de la mejor manera su juego de cauchera, que era su mayor deleite y entre tantos relatos, se quedaba dormido.
Se creaba una pequeña amnesia de lo que contaba y era en ese momento cuando tomaba una manta, la ponía sobre su cuerpo y le dejaba dormido para que descansara.
Es por eso que te pido que no ignores aquel abuelito, que se pierde en su interior y sus recuerdos, por no encontrar con quien compartir sus historias, no te pide mucho, tan solo un poco de tiempo que para él puede representar algo incalculable y de mucho valor para su existir.
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