Ella se trasladaba entre la hojarasca, rendida a una sensación de regocijo hasta ahora desconocida. Su piel tensa de expectación ante la más que probable promesa que había recibido. Su madre siempre le solía regañar por su capacidad de atención ciertamente volátil, pues de a momentos se internaba en sueños tan reales como el aire que respiraba, pero claro, «no era el instante ni el lugar, para estos pensamientos».
Comenzaban a caer algunas gotas, fina trama de lluvia, frías al contacto de sus mejillas. Más que un ritmo plausible se trataba de un susurro y más que un trazo aleatorio se trataba de arte.
Un crujido llamó la atención haciendo que se virase con fingida indiferencia. Había pasado más de media hora. El se acercó con una sonrisa, esa que tantas veces le había mostrado con ternura. Seguramente esperaba una «cálida» bienvenida. Ella lo detuvo colocando un dedo en sus labios y luego sin mediar palabra lo besó, allí debajo de la lluvia, al lado de los árboles que tantas veces habían ocultado su historia.
El beso pareció eterno, pero como el final de todo lo que alguna vez comienza también acabó. Hablaron de todo un poco, de su día a día, se divirtieron cual niños empapados por el clima. Un beso robado y algunas sonrisas, también robadas. Después de cuatro horas el tiempo se agotaba y cada uno tendría que regresar a sus vidas. El sacó de su bolsillo un collar de hilo oscuro y un dije tallado en madera, una gota, quizás de lluvia, era el clima favorito de ambos y el instante no pudo ser más idóneo. Se lo colocó en su cuello y luego le dijo al oído «Te amo». Ella le respondió con un abrazo y un último beso antes de comenzar a caminar de regreso.
El la observó guardando para sí cada detalle, no la vería por dos años, pero en principio también se les había negado esa despedida y fue el destino quien jugó las cartas para regalarles esas cuantas horas. Pensando esto no pudo evitar sonreír de nuevo, mientras en la distancia observaba como ella se trasladaba entre la hojarasca.
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