Alguien dejó una ventana abierta y la brisa que sin nada que hacer en casa mueve la lámpara que pende del techo. Es como un gato jugando, y la luz mareada no sabe dónde pararse. Entre una vuelta y otra va rescatando lo que dentro de lo negro de la noche había caído.
Y es que en la habitación la oscuridad estaba encendida. La lámpara era una estrella en un cielo solitario, prendida de la misma oscuridad que parecía que queriendo saber lo guardado abriera un ojo, y la lámpara fuera ese ojo. Vio entonces las dolientes piernas de las sillas, las flores se dejaban ver marchitar en su florero, los vidrios fueron sorprendidos en su perversión y se escudaron en destellos. Al viento le abundaban dedos para impedir la tranquilidad y hacer constatar su excitación.
Pero la lámpara tiene la voluntad de movimiento en su corazón de aceite, que se mueve con retraso al lugar donde el aire ya partió, siempre apoyándose del lado contrario al vacío; divirtiéndose lo repite, lo vuelve hacer y bailan con ellas las polillas.
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