Le pedí muchas veces esa tarde que saliera de su sueño lejano, le inventé un nombre y lo agité infinitamente. Me llené la boca de elogios y rajé el espacio con ademanes, pero ella no salía del egoísmo de la modorra, y estiraba su traje de presidiario psicodélico, confeccionado con el color más puro de las pesadillas indias; entonces apelé a los saltos y las cabriolas, pero también fue un fracaso, no hacía más que fruncir el ceño complacida por la tarde. Yo sólo quería a esas horas; el brillo de sus ojos asiáticos, ser devorado por las profundidades de ese fuego, ser en ella por un momento. Quería bañarme no más en su amarillo, y preguntarle de paso, que traman las moscas cuando se frotan las manos.
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