Por mi garganta pasa un tren
lleno de palabras que quedan mudas por encadenarlas dentro mío;
y por sus vías
recorren las lágrimas que trago cada vez que intento no llorar.
Se desvía entre mi pecho hundido
un ferrocarril descolocado,
mientras va dejando las cenizas de su chimenea descompuesta
de tanto andar.
Sigue el paso en su redil por mis entrañas
y se escucha la voz de una bocina vieja que intenta no gritar.
Pero tal como resorte reprimido,
la fuerza suelta al grito
y se descarrilan los andenes pesados que cargaba la locomotora.
Ahora esta se siente libre, pero destartalada.
Tiene sus vagones en cualquier parte
y el conductor pensante sigue adelante como si nada.
Porque no quiere mirar hacia atrás,
porque no quiere saber que ha perdido andenes,
porque no quiere ver que las vías se van desmoronando
a medida que el pasa con su tren
y descoloca los rieles como si fueran simples palillos,
porque no puede pisar freno a la velocidad con la que venía
y parar el camino como si terminara allí.
Por eso sigue vía hacia el norte
dejando en el camino cargas que luego volverá a juntar,
y sabe que tendrá que repetir el recorrido con vagones más pesados.
Pero sigue sin mirar atrás,
marcando risas y sollozos,
dejando lágrimas al pasar.
Sigue aún se rompa,
aún cruce rieles fallidos,
túneles oscuros,
aún deba pasar por el frio
y una nieve helada que, cada tanto, congela su motor.
Va pisando fuerte el acelerador
y por momentos disminuye,
porque a la vuelta de las curvas uno nunca sabe con lo que se puede topar.
Así va,
de hace tiempo por la misma vía
que cambia cada tanto,
que se renueva y se oxida,
que se alarga y se acorta en el camino,
pero sigue siendo la misma.
Así va,
con sus vagones cargados,
con las brasas encendidas,
y el conductor que maneja
sin mirar atrás.
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