Divino lienzo en cuya superficie se plasma mi alma entera. Los sentimientos se sumergen en una alegría infinita al saberse conocedores de un paraíso profundo. El pintor está destinado a pincelar incesantemente todos mis deseos sin detenerse, pues la corriente de la pasión no entiende de límites precisos, ni siquiera les presta atención. La razón se transforma en un estorbo que parece no encontrar un lugar jamás, y quién sabe cuándo lo hará, pues tampoco quiere abandonar las lagunas de la mente humana al reconocerla frágil en sus maneras. La perpetua lucha de las emociones con el sentido más rígido de la conciencia se palpa en el corazón de quien traza las líneas de su intimidad, que no es nada más que el cúmulo de las verdades incuestionables que se esconden en el alma.
El producto de todas estas colisiones intrínsecas se vislumbra a través de un cuadro. Aquel cuadro donde todo puede verse reflejado con una pureza honesta. La obra que trasciende por su magnitud incalculable habla por aquellos seres que no pueden alzar su voz, con la posibilidad de cavar un hoyo entre mil y un almas perdidas. La soledad parece esfumarse por unos pocos segundos, y en un instante tan efímero, los corazones parecemos entendernos los unos con los otros. Una sensación que casi siempre dura poco y está destinada a desaparecer al poco tiempo de percibirla.
En el fondo, es poco probable que uno alcance a comprender el calibre de sus emociones, porque la realidad es que el individuo casi nunca acierta en el proceso. A veces la identidad permanece oculta por causa de la ignorancia interna, la misma que azora al ser todos los días, pero aún se manifiesta la esperanza de un hallazgo, aunque sea en lo más minúsculo de la burda existencia, porque el verdadero ser está presente, tan presente como las obras que perduran en el tiempo. Lo pasajero se reduce al cuerpo, pero las maravillas del interior volarán con locura por los aires de la eternidad.
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