La primera vez que la vi, hizo que me olvidara de las demás mujeres. Mi instinto animal no cesaba de corromperme la mente. Quería poseerla. La deseaba con tanta locura que por mi cabeza solo rondaba el despojarla de su corto vestido y subirla a la barra del bar para follarla con tanto vigor que la haría gritar hasta quedarse afásica. En cuanto se lo propuse, una sonrisa con mordida sensual en su labio inferior izquierdo, y una mirada lasciva en su rostro, reveló que tenía que esperar a la hora del cierre.
Cuando llegó el momento, y en plena armonía carnal, el sudor de nuestros cuerpos a causa del calor producido por los hornos, el lavavajillas y la plancha de metal, dificultaba la destreza que ambos nos demostrábamos, aunque eso no nos impidió que lo volviéramos a repetir después en la cocina…o en la mesa cuatro…o en el almacén.