Lenora quería volver a ser joven y bella. Lo deseaba desesperadamente. Le parecía haber perdido todo su encanto e interés por la vida. Entonces se le ocurrió algo, contemplarse en los ojos de su amado. De pronto se hizo el milagro. Volvió a ser joven y bonita. Se había visto como la veía él, ese era el espejo de los deseos.
El esperaba siempre. Ya hiciera frío o calor. Esperaba a su amada. La amaba tanto que no le importaba esperar. Su vida era una larga espera. Pero valía la pena. No era por la belleza de la joven. Ni tampoco porque ella fuera simpática. Era por otra cosa. Era la única persona que le amaba de verdad. No le importaba que él ya no fuera joven, ni tampoco que no fuera guapo. Ella le quería. Se lo había demostrado muchas veces. Ella le hacía feliz.
Tenía alma de niña. Y él le regalaba rosas. Por eso la esperaba siempre, sentado en aquel banco del paseo donde se habían conocido algunos años atrás, cuando él aún era joven. Ahora él llevaba bastón e iba encorvado, pero eso a ella le daba igual. Le veía siempre de la misma forma: hermoso, fuerte y enamorado. Era su amor. El único que tenía. El enamorado eterno y por eso él siempre esperaba.