Ese día llegué a creer que Marcela y yo seríamos inseparables. También llegué a sentirlo, y a pensarlo. En aquella sala de emergencias, donde años atrás despidiera a mi abuelo, ella ocupaba la cama aledaña; y cuando la cortina antibacteriana me lo permitía, podía verla allí tendida, e inanimada, con su rubia cabeza proyectándose sobre la almohada, y con una de sus muñecas vendadas; con su monitor cardíaco y el de mi abuelo dialogando entre sí.
“Quiero saber su nombre”, pensé. “Nunca me imaginé que acompañar a un potencial difunto al hospital pudiera ser tan provechoso”, pensé también. “Despediré a mi abuelo y saldré de aquí con una futura novia”, imaginé. Sobre la silla que se encontraba próxima a la cama, ví que se apoyaba una mochila negra, y tenía bordado el nombre “Marcela” en grandes letras de tela roja. Con gran sigilo y un silencio kamikaze, me acerqué y tomé la mochila. Confieso que no debería haberlo hecho, pero mi curiosidad fue más allá y me obligué a mí mismo a hurgar entre sus cosas. Del interior de la mochila saqué un cuaderno de espirales y lo abrí. Era un cuaderno de recetas de cocina, y en su interior había varias fotos, que cayeron al suelo al abrirlo.
Levanté las fotos del suelo, ella posaba en todas junto a un muchacho de aproximadamente mi edad. Me dedicaba a estudiar las fotos cuando escuché la voz agonizante de mi abuelo. Recuerdo esos segundos con la mayor de las culpas, ya que en lugar de apartar las fotos para acercarme a él y saludarlo por última vez, lo que hice fue continuar observando el rostro de Marcela en la foto, concentrándome solo en ello. Creo que fueron cinco segundos los que mi abuelo estuvo intentando llamar mi atención, porque él sabía que eran los últimos cinco segundos de su vida; y yo estaba allí, ignorándolo por completo, hasta que su monitor cardíaco confirmó que mi abuelo había dejado de existir. Inmediatamente después de su deceso, uno de los pensamientos más oscuros en sinapsis humana alguna, corrió a través de mis neuronas: “ahora que el abuelo murió, puedo concentrarme en mirar en detalle las fotos de Marcela”.
Recuerdo haber estado allí, sentado; contemplando las fotos de una desconocida, intentando descifrar por qué se encontraba tendida en aquella cama con una de sus muñecas vendada. Comencé a recorrer minuciosamente el cuaderno de recetas, una por una. Nuevamente miré sus fotos. -“Cuando ella despierte, me comprometeré a cuidarla y amarla hasta que la muerte nos separe”, me dije. Podía divisar a Marcela y a mí, juntos, posando en la foto de nuestra boda. “Tal vez este es el día en que la pérdida de un ser querido me llevará a adquirir el verdadero amor”, pensé con una esperanza casi corroborada.
Comencé a llorar, de repente, cuando comprendí lo que estaba sucediendo: mi abuelo acababa de morir y nunca más lo vería; ni compartiría con él un almuerzo, ni un partido de fútbol. Lloré, no sé durante cuánto tiempo; no pude ver ni escuchar nada que no fuese mi propio llanto. Entonces, al recobrar la compostura, miré hacia el monitor cardíaco de Marcela, anunciándome con una aguda frecuencia prolongada, que su corazón ya no latía.
Ese día perdí a mi abuelo, a quien conocía desde que nací. Y perdí a Marcela, a quien nunca llegué a conocer en vida, pero sí durante su agonía, que fue el único momento que tuve junto a ella.
Durante años me he preguntado quién sería Marcela. ¿Sería una estudiante de cocina? ¿Sería tal vez una mujer que amaba cocinar, y las recetas del cuaderno pertenecerían a alguien querido por ella? ¿Sería este cuaderno un obsequio para el muchacho que posaba en la foto junto a ella? ¿Se habría cortado las venas para vengarse de él? ¿Sería quizás, su muerte, la venganza del universo hacia mí por haber ignorado a mi abuelo en sus últimos segundos de vida? Afortunada, o desafortunadamente, nunca lo sabré.
Copyright Fernando Falcoff
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