Es curioso, antes me disgustaban.
No en realidad me aterrorizaban; eran horrorosos instrumentos de dolor. De hecho las agujas son usadas en distintas torturas alrededor del mundo ¿lo sabías?
También las usaban, y se siguen usando, de forma medicinal, especialmente en Oriente, lo leí en uno de esos libros, ya sabes, de esos que escribían los estirados hijos de Albión que viajaban a los lejanos países del continente del éste. Si, tienen un uso medicinal, pero con distinto concepto, y aún así eso no importaba, que importa si su cuerpo de metal entra en contacto directo con tu carne, abriéndose paso con su afilada cabeza que disfruta escarbando en tus músculos.
Las agujas de Oriente solo atraviesan tu cuerpo y están ahí, buscando la “energía”, esperando que te mejores, las occidentales son más “agresivas”, introducen en tu cuerpo líquidos extraños o, lo más aterrador, los sacan de ti.
Siempre me horrorizó especialmente pensar en que tenía que soportar el dolor de una aguja para poder aliviar una enfermedad; eso es lo que me hicieron en ese lugar. Yo le temía a las agujas, temblaba al verlas. En los 70’s, cuando empezamos a endiosar a la ciencia, mi padre dijo que eso no era racional y me consiguió un lugar en el mejor hospital psiquiátrico que encontró, dijo que era el lugar perfecto para tratar mi fobia. Tenía razón.
Los primeros días fueron temibles, siempre que llegaba la hora de la terapia empezaba a temblar, mi cuerpo se ponía frío y no podía dejar de llorar, ni siquiera tenía que ver las agujas, era consciente de lo que venía. Llenaban una jeringa con 60 ml de un medicamento, no se que de sodio, y luego me lo inyectaban en el cuello, tenían que atarme los brazos con una camisa de fuerza, y antes de hacerlo me metían en un cuarto con piso acolchado, porque la primera vez que vi la jeringa salí corriendo y tuvieron que someterme entre dos hombres. Luego del terror que me causaba eso sentía como mi cuerpo se volvía pesado, muy pesado, como si me hubiera venido una botella de whisky, bueno ahora lo veo así, a los quince años no sabía que era una borrachera. “Tranquilo, esto te va a curar” decía el doctor Milner, que era el director del sanatorio y supervisaba todos tratamientos. Eso me curó, terapia de choque y “narcoanálisis”.
En el sanatorio solo usaban el narcoanálisis y terapia de choque, aunque lo más probable es que esto fuera así porque éramos un gran experimento. Esto puede escandalizarlos ahora mismo, pero creo que está bien, no dañaron a nadie, que yo sepa, de hecho ayudaron a mucha gente como yo. De todas formas hubo cosas que vi, cosas… peculiares. Escuchaba todos los días los gritos de terror de gente que era enfrentada a las cosas que más terror le daban en el mundo, una vez alguno se suicidó ahogándose en una tasa de baño para evitar tener que ir de nuevo a terapia, yo vi cuando se lo llevaron, su cuerpo estaba morado y con los ojos opacos. También escuchaba las risas y los gritos de esquizofrénicos, por aquel entonces los psicólogos pensaban que todo se podía curar con el psicoanálisis, y que decir del narcoanálisis que ni mezclaba la terapia con fármacos.
Poco a poco me fui acostumbrando al dolor y al terror, me acostumbré, pero no por ello eran menores. Durante esos periodos de embriaguez, causados por el fármaco, me hacían preguntas que, según ellos, servían para encontrar la raíz del trauma. Eran preguntas referentes a como me trataba mi familia y la gente cercana a mi, buscaban saber si alguien había abusado de mi, de forma física o sexual, pero aquello no arrojo resultados, solo fue una tortura inútil. Pero papá quería que terminara el tratamiento, no me aceptaría sin curarme. Además era un método que probó dar resultados: una vez una chica que conocí allí me dijo llorando que la ayudará, “diles que mi papá no me tocó díselos, por favor” gritaba y lloraba, hasta que la sedaron. Pero yo no podía hacer nada, aunque no quería verla llorar, no conocía a su padre y el “no sé que” de sodio hacia que dijeras toda la verdad, aun cuando no la recordabas. Después de un par de sesiones más ella recordó todo y fue liberada, aunque quizá sea una palabra fuerte, ya que hablamos de un hospital, pero en aquel entonces todos nos sentíamos así. Tiempo después me enteré de que denunció a su padre con ayuda de los médicos y se fue a vivir con su madre. El hombre siempre insistió en su inocencia.
Luego, pasado un lapso de tres meses sin resultados, el doctor Milner me dijo que intentaríamos algo “nuevo”, un experimento. En ese entonces yo solo quería poder dejar aquel sitio, por eso accedí. Me reconfortó que me pidieran autorización; no necesitaban mi consentimiento, era mentalmente inestable, solo requerían que firmara papá, pero pedir mi consentimiento fue un detalle con el que me ganaron, y con eso hicieron que la terapia fuera más sencilla… para ellos.
Con el nuevo método me inyectaban entre tres y cuatro veces por día, mi mente estaba confusa todo el tiempo, y gracias a eso fueron introduciéndose en mi cerebro reblandecido por aquella droga. Me introdujeron ideas “las agujas no son malas, son necesarias, son buenas” y cosas por el estilo; sin siquiera forzar la cerradura ellos fueron llenando mi cabeza de agujas, estaban en todos lados. Llegó un momento en el que veía agujas en cada sitio, en la cama, en el baño, todo tenía agujas, incluso mi comida y mi agua, deje de comer y tomar agua durante tres días, pero los doctores no me obligaron a nada, yo solo no soporte más, no quería morir así que tuve que comer y beber.
Y así me curé.
Mi mente estaba tan llena de agujas que ya no quedaba espacio para el miedo. Desde entonces solo como y bebí agujas, las demás desaparecieron solo las veía en sueños.
Salí de aquel lugar y empecé a vivir de nuevo, viví veinte años sin miedo a las agujas, no puedes temerle a tu comida… yo ya no podía, es más, ellas me atraían, a veces me hablaban, curioso ¿no? Las agujas me hablaban más de lo que nunca lo hicieron los dioses, ni cuándo fui a los grandes templos. Aquello me llevo a estudiar para doctor, mi pasión no era curar gente, si no ver como las agujas se clavaban en su carne, sacarles sangre, introducir la aguja del suero intravenoso, casi podía escuchar como los cuerpos de metal rompían la piel y rosaban los músculos y las venas, como sorbían ésos mililitros de vida de ellos, eso me daba un escalofrío de regocijo. Si, lo que más me gustaba era usar jeringas; intentaba hacer aquello por mi mismo, pero las enfermeras no siempre me lo permitían, decían que a era un gran doctor, muy dedicado, pero debía dejarles aquello a ellas, así que me quedaba viendo como ellas usaban mis jeringas, pero aún así mi vida era buena, hasta ayer.
Me di cuenta de que poco a poco la atracción estaba creciendo, pero no le di importancia; hasta que un día, hace como un año, me clave algunas agujas de jeringas en las manos, pero la sensación fue fantástica. Así fue como encontré una nueva afición.
Primero intenté con agujas de coser, pero no fue igual, así que continúe con las agujas de jeringas. Empecé clavando una aguja en mi brazo, pero pronto dejo de satisfacerme, así que continúe aumentando las agujas que usaba. Cada día que pasaba me clavaba más y más, las ponía entre mis dedos, metiéndolas bien profundo, así nadie podía ver las heridas, pero pronto eso dejo de darme aquel escalofrío que tanto me gustaba, y además las agujas que vivían en mi cabeza sabían que no eran reales y me pedían salir y clavarse en mi carne, por eso yo conseguí unas cuantas que fungieran como equivalentes reales, aquello casi no afectó a mi vida… Al principio.
Pero ayer sentí un deseo irrefrenable de meter aguja tras aguja en mi brazo. Estaba sentado en mi oficina en el hospital, ya había terminado mi turno y estaba preparándome para irme a casa, cuando las agujas en mi cabeza empezaron a gritarme y me entro una necesidad apremiante de ponerlas en mis brazos, no se cuantas fueron, dejé de contar en veinticinco. Cada aguja me dio un escalofrío que recorrió mi espalda, como una poderosa descarga eléctrica que paso por cada una de mis vértebras, haciéndose cada vez más potente, por lo que eso me inspiro a clavar y clavar cada uno de esos cuerpos de metal. Pero siempre usaba las agujas solas, sin las jeringas, por que eran molestas. Por eso empecé a sangrar, pero no me di cuenta… o si lo hice, pero estaba tan centrado clavando las agujas que no le preste atención, no estoy seguro. Lo que se es que de pronto estaba riendo, mareado, como en aquellos días en el sanatorio, con sangre a mi alrededor y mi cuerpo empezando a tiritar. Por fortuna una enfermera me encontró en la oficina y asustada pidió ayuda. Suerte que trabajo en un hospital. Entonces me curaron, y cuando volví en mi estaba de nuevo en un sanatorio mental, atado con la camisa de fuerza, espero la terapia con ansías.
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