Tarde de quinta, amigos, cartas y risas. Era la reunión que repetíamos todos los años, la de los vagos, compañeros del colegio, algunos casados y dominados, y los presentes, los más atorrantes.
La consigna divertirnos sin parar el día entero, comiendo todo lo que se ponía en la mesa y tomando más de la cuenta. Especialmente el gordo Arturo que no media consumo, nunca eran dos; ni hablar si había empanadas, la docena era su número favorito. A la hora de tomar se transformaba su cara, inflada y roja, le brillaban los ojos. Su pose favorita las piernas estiradas y recostado sobre la silla. Su mano sujetando el vaso sin interrupciones y lo mejor; sus risas interminables no podían evitar que se levantara la remera que iluminaba su gran panza. Era un ser especial, sufría por sus padres de chico, pretendían sea medalla de oro, deportista de elite y para cerrar casarse con la mujer perfecta. Ya era obeso en el colegio y por supuesto no podía correr más de diez metros; marzo era su mes favorito para estudiar y nunca le conocimos una novia; pero sabíamos que ponía algún billete adecuado.
Ese día se excedió más de la cuenta, sus risas crecían al ritmo del alcohol y sus gestos se iban transformando. Dejo las cartas sobre la mesa y caminó hacia el alambrado; sus pasos temblaban como terremoto sobre la densa hojarasca de la primavera. Primero vimos patinar su pierna y después lo previsible, ese cuerpo grande y pesado volar por los aires para aterrizar lentamente como algodón.
Terminó acostado boca abajo, el paisaje era asombroso, sus brazos totalmente abiertos sobre el piso, y su pantalón caído mostraba claramente la raya del culo. Lo primero fue el susto, pero cuando escuchamos su risa corrimos todos encima y juntos nos tiramos compartiendo su gordo corazón.