Cuando mi hermano me habló del sitio, me pareció un poco raro que la iglesia abandonara así un complejo tan grande.
Vi las palmeras y la orilla de la playa, caminamos frente a la vieja iglesia. Todo lucía derruido y viejo.
Me señaló las casas, blancas y de tejado naranja. Eran bonitas desde afuera. Una pequeña piscina en la parte trasera y al frente el ancho mar.
Una extensa línea de cocoteros pasaba frente a las casas y se perdía de vista. «Los techos están reforzados porque los cocos al caer los rompen» dijo mi hermano.
Caminamos y llegamos al rato a un bohío, donde nos recibió el reverendo. Que hombre tan pavoroso, pensé; pero mi hermano lo quería de verdad.
Me senté en la silla que me ofreció. «Aquí en la villa, aceptamos todo lo que está roto por la gente, porque la gente rompe todo» dijo el reverendo. Y me mostró un gato. Estaba remendado de una manera poco ortodoxa. Sus fracturas fueron cocidas con hilo quirúrgico y alambres.
El gato me ronroneó y se frotó entre mis piernas y sentí algo de aprehensión. Pero el gato era poco, comparado con lo que vi después.
Al lado de la playa, apareció un niño rubio. Rubio en lo que le quedaba de cabeza, porque juro que su cabeza parecía más bien una vajilla reconstruida.
La mitad de su cara estaba entera, pero la segunda mitad, estaba muy mal cocida a la primera. Podías ver dentro de su cráneo.
El niño, como embotado, se acercó para abrazarme. Mi corazón se agitó. Me abrazó y pensé que iba a romperlo de nuevo. Vi las costuras. El alambre entraba sin piedad en su piel y unía de una forma espeluznante un lado de su cara al otro. Las gotas de sangre seca se acumulaban en las oquedades que dejaba el alambre.
Sonriendo, el reverendo me dijo, «acá aceptamos lo que está roto».
Me presentó a su esposa que era como una muñeca de trapo ambulante. Un rostro vetusto y enjuto, de Cabello entrecano y rubio. Su cara severa, parecía desconectada de cualquier expresión y vestía un traje de tela de lino que, quizás hace 100 años, fue blanco.
Todo era muy raro. Sentí un terrible deseo de huir cuando aparecieron mis vecinos. Era como ver la noche de los muertos vivientes.
Se acercaron: gordos, delgados, altos, bajos. Todos remendados, rotos, cocidos y recocidos. Muchachas que podrían ser reinas de belleza con hilos y alambres entre los jirones de cabello rubio o castaño.
Mi hermano me sonrió y me dio la bienvenida. El reverendo me preguntó si yo era católico, le respondí que sí, e hizo un mohín.
Me puso sus manos huesudas en los hombros y me acercó a la orilla de la playa. Mientras, Los vecinos formaron un semicírculo en el bohío.
El reverendo me dijo: “El mundo rompe a la gente buena. El mundo maltrata al hombre de alma noble. El mundo ataca sin piedad y nos hace sangrar el espíritu”.
“Pero nuestra iglesia no juzga. Nuestra iglesia, acoge a todo el que esté roto y lo remienda. Dime hermano ¿tú estás roto?”.
Yo le dije que sí: “Estoy roto. Endeudado. Abandonado. Solo.”
“¿Y buscas aquí un hogar?” dijo el reverendo.
“Sí” le respondí.
“¿Entonces, quieres ser remendado?”
Sentí un escalofrío. Como un templón que subió por mi columna.
Dijo el reverendo “aceptas a Cristo en tu corazón?”
Respiré hondo. Le seguiré la corriente y me largo de aquí. Esto es un cementerio de muertos andantes, pensé.
“Lo acepto” dije.
“Entonces, yo te bautizo en el nombre del Padre, Hijo y Espíritu Santo.”
Me sumergió en el agua y juro q pasaron horas. Al salir era de noche.
Mi ropa era negra. Sentía una extraña sensación. “Estás remendado” dijo el reverendo.
Entonces, cuando llegué al bohío, un niño espantoso cubierto de sangre y mugre me tiró una bola de arena húmeda.
El niño del cráneo cocido me miró con horror y huyó.
“¿Y mi hermano? ¿Dónde coño está mi hermano?”
No lo vi. Pero vi al reverendo. Lejos, alto en la torre de la iglesia abandonada. Así que corrí en pos de él.
Llegué a la puerta y la golpee. Las casitas de cocoteros quedaron a lo lejos.
Alguien se acercó y llamó. Me fui por la vereda de adoquines hasta la entrada de la villa. Y me dijeron “tu hermano está en la barraca de los novicios”.
Así que subí las escaleras y lo vi. Muerto. Su cara, era su cara, pero estaba quebrada. La sangre y las vísceras estaban expuestas a la noche.
Dolor. Ira. Impotencia. Maldición.
La emprendí a golpes contra el hombre que llevaba su cuerpo. Pero los golpes que le daba solamente aumentaba su indiferencia.
Sentí en mi cabeza, la voz del reverendo maldito que me decía “la sociedad nos rompe. A tu hermano lo rompió la sociedad, sólo que ahora puedes ver la verdad.”
Y ahí comenzó mi cruzada. Entré al cuarto de los novicios y con una palanca de hierro que encontré, comencé a apuñalarlos a todos. Pero ninguno gemía. Se despertaban asombrados. Como si le prendiera la luz a alguien que dormía.
Unas manos me tomaron por sorpresa. Muchas manos me empujaron hacia atrás.
Me arrastraron y me metieron en un cuarto oscuro. Ahí estuve. Sentía el sonido del mar al frente y de vez en cuando, lo que presumo que era un coco caía sobre el techo reforzado con un golpe seco haciendo un estruendo.
“Mi hermano. Mi pobre hermano” sentí las lágrimas rodar tibias por mi cara. ¿O era sangre?
Me calmé. En algún momento saldré de aquí y partiré en pedazos al maldito reverendo pensé.
No sé si fueron siglos o segundos el tiempo que estuve sentado ahí dentro. La cerradura de la puerta sonó y me levanté dispuesto a matar al reverendo apenas lo vi entrar, pero no pude.
Caminé hacia él y a pesar que estaba a pocos pasos de mí, tardé en llegar. Me sonrió mientras me miraba y de nuevo, me puso las manos en las mejillas.
“Maldito hombre te odio” pensé.
Y dijo “eres bienvenido. Estabas roto, pero has sido remendado y nosotros te aceptamos”
Mi pobre hermano, pensé.
“Ya estás remendado” dijo el reverendo.