Caminaba con calma hacia el acantilado. Al fin y al cabo la eternidad iba a encontrarla en él.
Se había puesto su vestido de domingo y había estrenado las enaguas que un día compró para él y que nunca pudo lucirle. Se había recogido sus finos cabellos en una trenza, la cual envolvía su cabeza como una corona. Rubios bucles caían con gracia en su frente y una margarita adornaba el espacio entre el pelo y la oreja.
Quería estar hermosa para lo que se avecinaba.
El camino de tierra que llevaba al acantilado estaba salpicado de piedras que lastimaban sus pies. Sus finos zapatos no cubrían lo suficiente por lo que las puntas afiladas de las piedras los herían casi como si estuviese descalza. Los pájaros trinaban en los árboles que daban sombra al camino, jugueteando entre sus ramas como si el mundo siguiera siendo mundo.
Como si su mundo no se hubiera hecho pedazos.
Como si el día de ayer no hubiera sucedido.
Dibujó una sonrisa en sus labios y pensó que ya nada de eso importaba.
Siguió caminando deteniéndose de vez en cuando a oler las flores que, cual botones de perlas adornaban su vestido, embellecían el camino por el que transitaba. Una cancioncilla brotó de sus labios y recordó que era la que él le cantaba cuando, estando enojada con él, se rehusaba a dirigirle la palabra. Al oír el estribillo no podía evitar soltar una carcajada y olvidar la rencilla que había hecho considerarlo su enemigo.
La sonrisa que había nacido en sus labios cuando empezó a cantar murió lentamente al recordar la última vez que había escuchado la canción.
Ella estaba más enojada que nunca. Con él, con la vida. Su carcajada nunca llegó al sonar el estribillo. Su enojo no iba a borrarse.
Le reprochaba amargamente que fuera a dejarla.
-No puedo creer que pienses irte. – Le recriminó con agonía. – Prometiste que siempre ibas a estar conmigo. Prometiste que nunca te irías.
Lágrimas de rabia se mezclaban con lágrimas de tristeza. Empapaban sus pestañas para ir a parar a la camisa de él. La cual, apretada en un puño, acercaba a su pecho tratando por todos los medios de impedir que se marchara.
– Sabes que no quiero, amor. No quiero dejarte. – Le respondió con el rostro macilento de alguien que espera lo inevitable.
– ¡No lo hagas! – Le gritó ella con desesperación, sabiendo que por más que rogara no podría quedarse. -No te vayas.
El susurro de la noche, consciente de la solemnidad del momento, se apagó un instante, reverenciando la espera.
Entonces él empezó a cantar la maldita cancioncilla, esperando que de alguna manera ella supiera que tenía que perdonarlo. Que la promesa del felices para siempre no podía aplicárseles más.
Ella se aferró con más fuerza a su camisa mientras el sonido de su respiración al entonar el estribillo se hacía cada vez más forzado.
Con su último aliento le susurró: No te preocupes preciosa, no es el fin del mundo.
Ella, al darse cuenta de que por fin la había dejado sola, soltó su camisa y entre sollozos le cerró los ojos.
El viento sopló con fuerza, haciéndola tambalear y salir de sus recuerdos.
Ya casi llegaba a la cima. Desde donde estaba se escuchaba el mar embravecido y se respiraba su olor a salitre característico.
Comenzó a caminar más rápido ya impaciente.
Llegó a la cima y vio la inmensidad del mar. Su color turquesa y la promesa que le susurraban las olas. La promesa de que ellas nunca la dejarían sola.
Se desenredó el pelo y se quitó la margarita que adornaba su mejilla. No quería ir a al mar con artificios. Estaba segura de que la preferiría al natural tal como él siempre la prefirió.
Abrió los brazos y dio un paso adelante.
El vacío se apoderó de ella y le demostró que sí era el fin del mundo.
Serenity