Era una noche extremadamente fría, como hacia años no se sentía en éste pueblito apartado en el centro sur de América del Norte, por consiguiente, había prendido la modesta chimenea, dándole a aquel saloncito un ambiente caliente muy acogedor. Me dispuse a ponerme cómoda en el gran butacón que tenia precisamente para relajarme en una noche como aquella, me serví una copa de coñac, tomé el libro que tenía entre manos en esos días, y me recosté. No pude leer por mucho tiempo, sentí un ruido afuera, proveniente de la terraza principal de la casa, me sobresalté, pues aunque tenía siempre la alarma puesta, no dejaba de sentir miedo por encontrarme sola. Sigilosamente me asomé por una hendija del ventanal que daba hacia esa terraza, quedé casi paralizada al ver una sombra, me quedé quieta, no vi nada más, todo estaba en absoluto silencio, decidí asomarme por el lado contrario, ya más cerca en donde supuse se encontraba aquella sombra y cual fue mi espanto cuando a través de las cortinas vi el movimiento de algo, casi me atrevería a decir que estaba siguiendo mis pasos. Me detuve, dejé pasar unos segundos sin quitar la vista del ventanal, para poder percatarme de cualquier movimiento adicional, mas todo estaba quieto, yo diría, demasiado quieto.
Me mantuve en esta alerta por casi dos horas, hasta que el cansancio me dominó y me dormí en el mismo butacón en donde había dispuesto a “relajarme”.
La claridad del amanecer me despertó, me desperté sobresaltada, fui directamente hacia la ventana, me asomé, aparentemente todo estaba normal, por el momento no quité la alarma, desayuné, me tomé una ducha tibia sintiéndome una mujer nueva, renovada. Me dispuse a salir, a investigar, a buscar rastros de la sombra, de la visita nocturna de la noche anterior. No encontré nada, todo estaba igual, todo en su lugar, solamente vi tirado en el piso mi pañuelito, el que siempre mantenía en mi cartera, me lo había bordado mi madre, seguramente al sacar las llaves se salió y cayó.
Prendí mi auto y me fui camino al pueblo, iría al banco y luego a comprar alguna cosa de comida para la semana, además de lo que se me fuera ocurriendo que me haría falta.
-buenos días Sra. Eugenia, tenía días de no verla- me saludo con mucho cariño el señor que vende empanaditas en la esquina donde suelo parquear mi carro e irme a pie para hacer mis diligencias.
-buenos días don Carlos, ¿como amanece? Me da por favor una empanadita y un café bien calientito, a ver si se me pasa este frío que ando desde hace unos días.
Después de intercambiarnos unas cuantas palabras, seguí mi camino hacia el banco, donde cada semana iba para retirar dinero sobre mi cheque de pensión. Había poca gente, saludé a todos, y me dirigí a la única ventanilla dispuesta al público.
– buenos días Marlenita, ¿como está la familia?
– ¡Sra. Eugenia! ¡Tenia días de no pasar por acá! ¿Desea retirar una semana de dinero o las dos que tiene pendiente? Me preguntó amablemente.
Y aunque no comprendí mucho la pregunta, contesté inmediatamente: – dame una semana, gracias.
Tomé el dinero y me fui casi corriendo, sentí que algo estaba pasando. Crucé la calle y ya pensativa y silenciosa, fui al supermercado e hice mis compras.
Regresé al auto, acomodé como pude las compras y me fui rápidamente. Estuve manejando cerca de 45 minutos, sin rumbo fijo, como atolondrada, y casi sin darme cuenta, di una vuelta y me encontré regresando al pueblo, tenia que averiguar por que tenia aquel dinero acumulado si todas las semanas religiosamente yo retiraba mi pensión. Algo no concordaba, pues yo me encontraba sola en este lugar, y no concebía en mi mente la posibilidad de que algún familiar me fuera a depositar dinero en mi cuenta.
Con algo de intranquilidad, entré nuevamente al banco, esta vez ya se encontraba el director -mucho mejor-pensé.
– ¿cómo está Sr. Suárez?, cuando gusto encontrarlo hoy- me decidí hablar
– el gusto es mío Sra. Eugenia, ya tenia cerca de un mes de no venir a nuestro banco, ¿estuvo de vacaciones donde algún familiar, salió del pueblo? Casualmente hace dos días pregunté por usted al muchacho de la gasolinera y me dijo que no la había visto desde hacia algún tiempo. Aunque no lo crea, llegué a preocuparme por usted, así que me alegra muchísimo verla de nuevo.
– Gracias por su preocupación, Sr. Suárez. Le voy a pedir un favor, un inmenso favor, dejé mi teléfono en la casa, ¿usted pudiera hacer un pedido de un arreglo de flores y que me la envíen a mi casa? Se lo agradeceré eternamente.
Dichas estas palabras salí como pude, creí que iba a desmayarme, me sentí muy mal, pero mis pasos no me fallaron, caminé, caminé, y en menos de dos minutos, estaba tras el volante de nuevo, esta vez me dirigí directamente a mi casa, manejé sin saber por donde iba, manejé como hipnotizada, creo que no estaba pensando, cuando me di cuenta, ya estaba frente a mi casa, me bajé casi corriendo, subí los cuatro escalones que me llevarían al portal de mi hogar, me sentí confortable, como aliviada, tranquila, miré al piso y vi de nuevo el pañuelito de mi madre, lo recogí, me asomé por la ventana antes de abrir la puerta (lo cual no tuve necesidad de hacer). Allí estaba yo, sentada en aquel butacón, con un libro sobre mis piernas, con la cabeza hacia atrás, como durmiendo, una copa de coñac rota en el piso. Estaba muerta. Y yo, yo era la “Sombra”.
FIN
Por Mery Larrinua
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