Ricky estaba tirado en la cama.
Miró al techo con un solo ojo mientras escuchaba los solos del vecino. No era malo, pero tampoco tan bueno como para que no le rompiera las pelotas…
Se reincorporó de a poco. Su cuarto estaba en penumbras, igual que como se sentía. Le dio un poco de pena verse en una escena de película de depresivos. Había dormido poco, no por el músico sino porque hacía rato que no dormía bien. Agarró la armónica, se desperezó, y nunca llegó a llevársela a los labios.
El tipo la había pegado con su banda en los comienzos del rock argentino en los sesenta. Todos creyeron que murió en esa época y así lo olvidaron más fácilmente. Cada tanto aparecía por el bar de Ricky, tomaba algunos tragos (y más también) y terminaba gritando contra la banda que estuviera dando el show. Varias veces lo molieron a palos, algunas Ricky lo dejó escapar por la puerta de atrás.
Había tocado un par de veces en ese mismo bar con su banda en pleno apogeo. Fueron shows ardientes (ningún sonido en vivo de aquellos tiempos puede considerarse decente). No hacían culto del virtuosismo pero tenían algo que atrapaba; Ricky no sabría decir qué. Sí recuerda que después del último show, el del sábado 19 de marzo del ‘72 tuvo el ACV que le dejó inmovilizada su parte derecha y le quitó el habla de por vida.
El celular de Ricky vibró en el colchón: “Venís?” Dudó, puteó y respondió el mensaje con un “si”. El vecino había dejado de tocar mientras Ricky se vestía. Tomó un taxi. El aire helado se colaba por la puerta del auto y eso lo hacía sentir coherentemente desahuciado. Llegó al bar cuando la primera banda empezaba.
Ricky se ubicó detrás de la barra, chequeó la caja, se puso los tapones de algodón y se tomó dos pastillas. A los cinco minutos entró el vecino. Se fue directo al baño y cuando salió pidió un trago con vodka. Para empezar pedía siempre el mismo trago afeminado. Algunas de las historias sobre su muerte lo relacionaron con el alcohol, las anfetas y demasiado electroshock en el Borda, pero Ricky nunca lo había visto tomar nada fuerte y no podía asegurar su locura a pesar de su mirada de perdido. Hilando pensamientos, se detuvo a pensar en qué dirán de su mirada.
La banda había traído su propia hinchada de amigos y conocidos para que los alentaran, bailaran, llenaran un poco el lugar y los hicieran crecer y creérsela hasta que se separasen. Recién empezaban y sonaban bien, pero Ricky ya no soportaba a casi nadie; en su casa ponía Haydn, Beethoven, Brahms…, las pocas veces que escuchaba música.
Su vecino decía que había tocado con Pappo, con Moris y que fundó el rock nacional y que estaba avergonzado de eso, que es una de las mayores catástrofes de este país después de la masacre de Ezeiza y el fin de Sábados Circulares. Siempre parecía pasado de rosca, sarcástico, malhumorado y esperando algo, algo que nunca pasaba, algo que lo conformara, que lo tranquilizara. Era mucho más romántico y pintoresco como muerto.
Al final del tercer o cuarto tema, Ricky advierte un murmullo extraño entre el público; la banda para de tocar y todos miran hacia la puerta.
“Treinta años tarde llega el traidor hijo de puta”, dijo él.
Entró Lito al local. Unos cuantos fans de la banda no podían creer que los viniera a ver a ellos, otros no tenían idea de quién era, a otros no les importaba un carajo, pero el vecino estaba sacado y con sed de revancha.
Lito revoleó la vista por el bar sin sacarse sus anteojos negros y se dirigió directamente hacia donde estaba él.
“Vamos” le dijo.
El vecino músico y Lito se fueron al baño. El murmullo se fue haciendo un respetuoso silencio. Tardaron en salir, y si bien al principio se habían escuchado gritos, algunos también dicen haber escuchado una canción.
A los quince minutos Lito salía del baño y del bar. La banda volvió a tocar y no vi más a mi vecino.
[Un mes más tarde Lito vuelve a tener un gran hit después de mucho tiempo: “El fin”. ]
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