A la edad de quince años no sabía leer, mucho menos escribir. Su nombre guardaba un secreto y sus ojos habían contemplado cosas que muchas personas no se imaginarían.
La vida siempre hermosa y siempre cruel, había arrebatado a su madre con un par de luces de poco brillo y el sonido de la goma consumiéndose en el pavimento. Ella no entendió, fue abruptamente repentino y ese «señor» no se molestó en detenerse a explicarle.
Quedó allí varada, muy cerca de la isla, en una calle apenas iluminada, producto quizás, de la delincuencia del lugar. Unos papeles, una firma y una sentencia le condujeron a su nueva morada, algo pequeña, algo lúgubre.
Pasaron dos años antes de que pudiese mantener una conversación de al menos unos minutos. Callada y sumisa, acataba todo lo que le decía la hermana María. Ordenaba las camas de los niños menores que ella y pasaba la escoba, cada tres días hacía la colada y su vida poco más sentido que ese tenía.
A su padre nunca le importó abandonarla, pues tenía una nueva mujer, una excepcional, a sus ojos perfecta «Bonita, sensual y nada intelectual».
No le gustaba salir, el mundo afuera de esas paredes era peligroso, cada día un poco más. Había muerte por doquier, infinidad de personas, de maña y de honra, de cátedra y de pólvora, ésta tampoco distinguía entre géneros y edades.
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