Entre cuatro paredes relucen mis miserias y realmente ya no me importa. Sentada en el diván desde hace unas cuantas horas, simplemente miro hacia la ventana con aires de resignación, como quien se conforma con la iniquidad interpuesta en su destino. El cielo dejó de inspirarme hace mucho tiempo y los amaneceres perdieron el romanticismo de los viejos tiempos. Mis mañanas se hunden en las ruinas de una monotonía insalvable, y sinceramente ya no hay nadie que pueda rescatarme de mi propia perdición. Cada quien es su abismo en una guerra sin cuartel, y yo lo he sido durante toda mi vida.
Es posible que aún me quede tiempo para alumbrar mi corazón y erradicar la apatía que me ha dominado desde siempre. No quisiera ser tan dura conmigo misma, pero es a lo que me he acostumbrado y me costaría deshacer aquella identidad con la que convivo a diario. Es lo que me ha hecho fuerte. No puedo cambiar los hechos ni reparar los daños, pues el tiempo avanza sin piedad alguna y solo puedo aferrarme a aquello que todavía me pertenece.
Lo que no te mata te hace más fuerte, reza el refrán. Una verdad infinita que se manifiesta en nueve palabras tan certeras como el significado que habita en ellas. La realidad me ha empujado a descubrir mi propia entereza y es un hecho que no puedo negar, pero a cambio suelo esquivar lo que siento como si se tratara de una agria condena. Puedo proteger mi cuerpo, pero no lo que hay que detrás de él, y ello me desorienta hasta límites insospechados. Si pudiera encontrar una respuesta a la vorágine que perturba mis días, sería capaz de sentir una dulce pizca de alivio, pero como la corriente suele arrastrarme a los abismos sin cesar, solamente me queda vivir con la utopía de lo bello, de lo hermoso, de lo inalcanzable.