Empezaré a narrar un cuento el cual hace mucho tiempo pude narrar y nunca narré teniendo muchas oportunidades. Ya puede que mañana no me acuerde y es necesario que intente recordarlo y hacérselo saber a alguien; he de ver entonces si ahora me acuerdo de los acontecimientos que atestiguan lo millonaria que puede llegar a ser un alma sin poseer un solo centavo en su bolsillo. Hace cincuenta y tres años atrás, un 29 de agosto, un día faltante para mi cumpleaños, he habido yo de reconocer la esencia de un sueño el cual me había hecho muchas rondas durante las tres últimas noches de esa semana. Digo reconocer porque de alguna u otra manera ya le conocía, solo no habíamos acudido a nuestro encuentro. Ha de haber sido aquel día un acto noble de los dioses, casualidad prodigiosa del destino o misericordia de la Divina Providencia para que por nuestras mentes se nos cruzara el concordar en ese lugar al que siempre reconoceré como el Edén, porque he allí la única explicación que encuentro para tan maravilloso acto divino producido aquel día. Antes de continuar, he de invitarle querido lector a que se disponga a no leer las siguientes líneas con los mismos ojos con los que ve las cosas cotidianas sino a que mire un poco más, con el alma, porque en esta yace la semiótica que me permitió reconocer el suceso antes mencionado. Aquella mañana había yo decidido salir por la tarde, puesto que la noche no fue para mí de gran venturanza. Amargado por conversaciones vacías e impregnadas de sueños parecidos a los del famoso Ícaro, que queriendo volar más y más alto el impetuoso cielo, terminó muriendo cerca de las delicadas aguas de Samos. Imagino la agonía que ha de haber sufrido el joven, ya entre las aguas, sin oxígeno que alimentase sus pulmones. La imagino y entiendo a la perfección porque ese era mi estado en aquel momento, en búsqueda de oxigeno que alimentase la esperanza de continuar viviendo entre los fracasos de los sueños que en algún momento creí yo poder enarbolar ante cualquier adversidad. A pesar de todo siempre he creído que las cosas que buscamos no hay que buscarlas para encontrarlas, ellas llegan en el momento que decidimos esperar o en aquel en el que no esperamos nada, y fue así, en aquel día buscando sin esperar nada, encontré el oxígeno que hacía falta a mi vida; la llama que produciría en mí marcha al carbón húmedo de un viejo tren.
Nunca le conté esto, querido lector, nunca me atreví. Aquella tarde al verla tan libre, tan suya, tan radiante y carismática, todo mi mundo comprendió la belleza, el amor y dulzura que había en mí, pero que estaba atrapada en un cuerpo muerto, rutinario y vil. Comprendí entonces que mi vida debía cambiar, que mi locura debía florecer de nuevo, no podía esconderlo detrás de la seriedad del trabajo y los viajes que ya estaban perdiendo todo sentido lógico. Entonces me le acerqué, comprendiendo que era ella la forma en que la vida me daba la oportunidad de empezar de nuevo, de cambiar mis sueños y de recuperar los que había dejado atrás. Ella, al finalizar el día, y sin saberlo, se convirtió para mí, en la nueva esperanza, rayo de luz, quimera del desierto, salutación divina ¡oh gloriosa mujer! Conversamos esa tarde como dos niños que comparten un juguete nuevo, emocionados de la nueva adquisición y de mostrarle el uno al otro lo increíble que podía llegar a ser. Ella conoció mi primavera: la maravilla de un principio de año, y también la desdicha de mis últimos días: mi invierno. Yo la enamoré, sí, me hago responsable de ese evento, pero por favor no se agravie lector, mis intenciones fueron las más nobles, yo era alguien que con mucho esfuerzo había habitado entre los mal entendidos del amor, pero nunca había encontrado a alguien como ella, que me enseñara a amar mi invierno y a disfrutarlo, a querer ese frio a mitad de la noche o ese helado baño durante la mañana. Era imposible no enamorarse de ella, y no precisamente por verla, no sólo era eso, si usted tuviese la oportunidad de conversar unos minutos con ella comprendería que la quise para mí porque ya ella me tenía para ella, con cada palabra que salía de su boca, no eran palabras vacías como las del resto, cada palabra emanada de su boca llevaba vida, paz, enseñanza. No solo era su forma de actuar, era su forma de hablar la que me volvía loco, lo que me enamoraba. Entonces, en vista de yo no poder evitar tal suceso, tuve que recurrir a enamorarla de igual forma, y agradecido estoy conmigo por haber tomado tal decisión, pues si no hubiese sido por eso jamás hubiese yo podido recuperar las alas que perdí a mitad de la carretera por ir detrás de un tren que ya había perdido. Tren que había decidido abandonarme muy conscientemente y que luego volvería a mí buscando consuelo porque alguien decidió no seguir más en su viaje.
Muchas noches la conocí, y ella a mí. Viajé días enteros para encontrarme con ella, para escucharla hablar, así fuese con alguien más. Siempre encubrí estos viajes con excusas de tipo político o académico, para que ella nunca conociera que la razón real de cada encuentro esporádico entre nosotros en realidad era una de las tácticas que utilizaba para lograr que, de alguna u otra manera, fijara su mirada hacia mí y notara que yo estaba ahí, para ella, esperando que por alguna coincidencia premeditada, ella viera eso que yo veía, eso que nos unía desde la distancia. Y al final lo logré, después de recorrer cientos de kilómetros, presuroso a su encuentro, después de compartir mil y una noches mirando las estrellas desde su habitación, descifrando esa mente que ella llamaba indescifrable, y que creo no había mejor manera de describirla a ella:
- Inefable
- Noble
- Deseable
- Ecuánime
- Sincera
- Carismática
- Incompresible
- Feroz
- Radiante
- Artística
- Benigna
- Loable
- Enigmática
De todas las cosas en las que podíamos estar en desacuerdo ese fue el más perfecto argumento que no pude nunca considerar irreprochable, porque en esencia era: indescifrable. Fue maravilloso vivir tantos años a su lado descubriendo cada faceta nueva que presentaba a medida que pasaba el tiempo. Nunca fue estática, siempre innovando en todos los aspectos de su vida, y yo, viéndola crecer, me hacía sentir el hombre más afortunado del universo, al encontrarla a ella encontré la fortuna que pocos hombres son capaces de conocer si quiera por un pequeño instante de su vida, porque siendo sincero querido lector, sin ella no era yo diferente a cualquier habitante de la calle mal oliente, sin un pan o una bebida que colocar en su boca. Hoy, gracias a todo lo que ella me enseñó he aprendido a valorar el tiempo que paso conmigo, aunque me temo que esta será la última noche que vuelva a dedicarme. Jamás el tiempo de la vida me había pesado tanto, mezclado con la felicidad de recordarla crea en mí un estado difícil de explicar. Ella fue el sueño más largo que pude concebir, un sueño que me hizo vivir después de años de caminar sin vida. Pero hoy que ya no está, es hora de despertar, de aceptar la alarma que trae la muerte recordando que nada durará para siempre. Ahora puede usted disponer de esta historia como mejor le parezca, puede quemarla, creerla, desecharla, ignorarla pero lo único que le pido que no haga con ella, nunca, a pesar del tiempo que pase, es olvidarla. Porque ese día, ha de haber muerto la riqueza que se escondía en aquella mujer, que si bien tengo un poco de suerte, me ha de estar esperando en aquel lugar que siempre conoceré como el Edén para que tengamos de nuevo una grata conversación en donde le cuente aquellas cosas que jamás le confesé por terquedad o por temor.
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