Hoy comienzan las deseadas vacaciones de verano. Se terminó el colegio, los madrugones, los deberes y los exámenes hasta dentro de tres meses. Por fin libertad. Bueno, algunos deberes tengo, pero desde muy pequeña me han acostumbrado a hacerlos nada más llegar a casa, así me queda el resto del día libre sin preocupaciones.
Estoy en el autobús del colegio, a quince minutos de mi casa. En cuanto llego, me preparo un bocadillo de chocolate con un batido de fresa. Vivo con mis padres y mi hermano mayor Sakk, aunque ahora mis padres están trabajando y mi hermano está con su novia, según dijo ayer en la cena. Por tanto, estaré sola unas horas. Siempre he sabido cuidar de mí misma desde muy pequeña, y ya tengo doce años.
Al acabar de hacerme la merienda; me dirijo al salón, apoyo la comida en la mesa, abro mi mochila para sacar los deberes y mientras como, los hago. Una hora y media después hago un descanso y me voy afuera. Me siento en las escaleras de la entrada a jugar con mi perrita Eira. Minutos más tarde, escucho la deceleración de un coche que se va aproximando a mi casa, son mis padres; mamá me llama una vez han aparcado para que les ayude a descargar la compra que han hecho.
Por la noche en plena cena, mi padre me dice si quiero acompañarlos a casa de mis difuntos abuelos, mañana por la mañana. La casa está en un pequeño pueblo de apenas veinticinco habitantes, y debemos ir para recoger unas cosas antes de que se estropeen aún más de lo que seguramente ya están.
Mi abuelo murió en la Tercera Guerra Mundial, un año antes de que esta terminara, que duró cinco años, hasta 2049. Y mi abuela falleció en 2051 por una infección bacteriana que condujo a la sepsis que sufrió. Mis padres vivieron con ellos, y después de fallecidos siguieron habitando en esa casa, hasta 2062, cuando se produjo un temblor que debilitó su estructura. Apareció una grieta desde el establo donde antiguamente tenía el ganado, hasta la casa, desde entonces se ha considerado inhabitable. Nunca había entrado en ese lugar, y tengo muchas ganas de ir, así que le digo que sí.
A la mañana siguiente, desayunamos y nos dirigimos hasta allí. También viene mi hermano, que llegó a casa de madrugada no muy tarde. En cuanto llegamos, abrimos el portal con las llaves que tiene mi padre y luego accedemos a la propiedad, bajamos del coche y abrimos la puerta de la casa. Con la abertura, apreciamos un cambio de temperatura bastante notable. No creo que me equivoque al decir que hace diez grados menos en el interior con respecto al exterior. Papá entra primero por si aparece algún peligro. Al cerciorarse de que todo es seguro, entramos los demás. Mis padres y mi hermano suben las escaleras hasta la primera planta, siguen recto y entran en el comedor, donde hay varias cajas con fotos plastificadas dentro, cuadros viejos e infinidad de artilugios más. Yo subo detrás de ellos, pero me paro en una habitación a mi izquierda. En ella veo; discos antiguos, muebles… o eso es lo que aprecio a simple vista. Avanzo, ojeando lo desconocido. Diviso un mueble con cedés de música de cantantes que ya han muerto o son ahora viejísimos, los conozco porque mi madre los escucha muchas veces en un antiguo lector de discos que aún conservamos. Sigo admirando el resto de la habitación maravillada por muchas cosas que son basura para mi padre, pero que para mí son como un tesoro vetusto. Rebuscando aún más, observo una caja de cartón de color castaño claro. La abro, contemplando algo insólito que me deja sorprendida. Sobre una capa de papeles triturados, me encuentro con una pequeña criatura de color añil, que jamás había visto en documentales, revistas, periódicos ni nada por el estilo. El ser me mira, sus ojos son del mismo color que su cuerpo, e incluso diría que más oscuros. Sin embargo, lo que me provoca un nudo en la garganta es lo que pasa a continuación.
—No me hagas daño, humano —articula lentamente.
Tardo en reaccionar un poco.
—Tra…tranquilo, no voy a hacerte nada malo —susurro con un leve tartamudeo— ¿Qué eres?
En ese instante mi hermano entra en la habitación sin previo aviso.
— ¿Con quién hablas enana?
—Conmigo misma, ¿pasa algo? —respondo rápido cerrando la caja.
—Cada día eres más rara…. Dice papá que ya nos vamos.
Tras la información me mantengo callada, viendo como mi hermano regresa con nuestros padres.
De nuevo abro la caja.
— ¿Quién era ese? —pregunta el adorable…lo que sea.
—Mi hermano. Es inofensivo, no te preocupes. Aunque un poco tonto.
Se ríe con un agudo tono de voz.
— ¿Comprendes las burlas? —Le pregunto curiosa.
—Entiendo todo lo que dice un humano.
— ¿Como puede ser posible eso?
—¡¡Que bajes, enana!! —grita Sakk desde el final de las escaleras.
Le propongo al animalito si quiere venir a mi casa, y él, aunque un poco asustado, acepta. Vuelvo a cerrar la caja y me la llevo. En el coche mi hermano intenta husmear en ella, pero yo no le dejo, así que se queda sin descubrir nada. Al llegar a casa, voy a mi cuarto con la excusa de estudiar un poco. Mis padres no se oponen, pero me avisan que en una hora vamos a comer. Cierro la puerta y abro la caja. Veo algo desconcertante, una piedra preciosa de color añil, con una forma muy parecida al del ser que antes habitaba la caja. No entiendo lo que ha pasado, ¿Dónde está la criatura?
Abro mi portátil con rapidez y empiezo a buscar en internet, utilizando palabras clave que puedan sacarme de dudas. Encuentro una web de teorías rechazadas científicamente entre las cuales, aparece una que llama mi atención. En ella se habla sobre seres transtemporales; emergen de túneles temporales que pueden aparecer en cualquier lugar y por cualquier circunstancia. Además, pierden toda esencia de lo que son si se les separa del lugar de donde surgieron, transformándose en cualquier cosa. Vuelvo a cerrar la caja y planifico un viaje a casa de mis abuelos.
Mi madre me llama para ir a comer. Al acabar, cojo un pequeño envase de plástico sin que me vean mis padres y lo lleno con algo de comida que sobró. Luego preparo una mochila: meto en ella el recipiente con la comida y la caja, también llevo una botella pequeña de agua. Digo en casa que voy a dar una vuelta con la bicicleta. Con el casco en la cabeza, la mochila a la espalda, mi identificación, el móvil y por supuesto las llaves que dejó mi padre en el porta llaveros, me voy.
Recorro los diez quilómetros y medio que hay desde mi casa a la de mis abuelos. Al llegar apoyo la bici en una pared de piedra al lado de la puerta de entrada, la abro y subo las escaleras hasta la habitación en la que estuve por la mañana. Allí destapo la caja y vuelvo a ver al animal como al principio.
— ¿Ya estamos en tu casa? —me pregunta.
—Te llevé, pero te habías convertido en algo parecido a un zafiro. ¿Cómo es eso posible?
—No lo sé. Salí a la superficie el día en que todo se estremeció. Solo sé que después del destello, todo cobró sentido para mí.
— ¿El día en que todo se estremeció? —Repito recordando algo— ¿Te refieres a un terremoto?
—Sí.
—El último fue en el año… ¡¿llevas veinte años aquí solo?!
—Hace mucho que no llevo la cuenta —Expresa cabizbajo— pero el tiempo ha sido muy largo y tedioso.
La pobre criatura no solo no puede salir de esta zona si no que ha tenido que soportar una odiosa soledad durante años.
—No me compadezcas —prosigue— la soledad no es cruel, te ayuda a conocerte mejor.
—Sí. Pero demasiada puede sobrepasarte —le replico yo.
—No ha sido tan malo, he visto muchos animales terrestres y voladores. Aunque entre estos últimos hay unos en concreto que no son nada amigables. Salen de noche y he visto cómo sus garras destrozaban a otros animales más pequeños. Un día que salí a buscar alimento, casi me atrapan… me salvé por los pelos de ser la comida de uno de ellos. A partir de aquello, salgo cuando el sol está más alto.
— ¿Y qué sueles comer? Le pregunto curiosa.
—Insectos. Por este lugar proliferan debido a la vegetación. También me alimento de la fruta de un árbol plantado aquí al lado y al mismo tiempo sustraigo de ella el agua que necesito.
— ¡Espera! ¿Comes bichos?
—Pues sí. —Responde tranquilo— Tienen muchas proteínas y proporcionan bastante energía.
—Puaj. —Digo asqueada— hoy no creo que cene.
—No sabes lo que te pierdes —expresa orgulloso.
—Pues que siga siendo así. Cambiando de tema, aún no me has dicho tu nombre. ¿Y cómo sabes hablar tan bien? —le pregunto.
—Me llamo Leimdoru, pero llámame Leim. Puedo crear vínculos sinápticos con otras especies para establecer una conversación y un entendimiento, de este modo podemos comunicarnos sin ninguna dificultad.
—Encantada, Leim. Pero de ser así, puedes relacionarte también con otros seres y hacerte amigo de ellos.
—Mi capacidad intelectual llega a extremos en los cuales es incapaz de establecer ilaciones con otros seres de este planeta, a excepción de los humanos, cosa que he comprobado hoy.
—En otras palabras, que puedes comunicarte con otras especies pero deben ser suficientemente complejas para que haya una comunicación lógica entre ambos.
—Digámoslo así, si. Es como si tú intentaras tratar con tu gato; entenderá algunas cosas, jugarás con él y te divertirás, pero si pretendes hablarle de las leyes de la termodinámica, seguro que se te queda mirando de manera fija y con las orejas izadas.
—Yo no tengo gato. Pero si una perrita.
Leim se queda mirándome, instantes después mira hacia otro lado y suelta un suspiro.
—Era un paradigma —Dice con un perceptible decaimiento de ojos y bigotes.
—Tengo doce años, aun me cuesta entender las metáforas —me río un poco avergonzada—. ¿As intentado alguna vez alejarte de este sitio?
—Sí. En dos ocasiones me alejé para inspeccionar más allá de este paraje, pero a medida que me distanciaba, mi cuerpo empezaba a paralizarse, y mis sentidos se nublaban. Nunca di tiempo a que todo empeorara, y nunca quise arriesgarme más, hasta hoy. No creí que me fuera a pasar algo al ir dentro de la caja, pero no solo sentí lo mismo que las anteriores veces, si no que de pronto, dejé de sentirlo todo, hasta que te vi abrir la caja de nuevo.
Le comento si le gustaría hacer un experimento, y él, aunque receloso, acepta. Le cedo mi mano para que suba en ella, luego lo llevo al exterior y lo voy alejando muy despacio. Observo cómo se empieza a desorientar, confirmando al instante su relato.
—No temas, confía en mí —le digo.
Veo como en seguida se desploma en mis manos, y contemplo atónita lo que ocurre después. Leim se va transformando paulatinamente en el zafiro, es precioso. Doy media vuelta, a medida que avanzo hacia la casa, la piedra se convierte de nuevo en él.
— ¿Has averiguado algo? —Me pregunta una vez consciente y cambiada su forma.
—Creo que sí. No debes traspasar el portal, tienes que quedarte dentro de esta zona.
Cuento los pasos que hay desde ese límite hasta la casa, midiéndolos lo mejor posible.
— ¿Qué haces? —Me pregunta interesado.
—Shhh. No me desconcentres.
Llego a la puerta e inicio mis cuentas mentales en voz alta.
—A ver. Son cuarenta y dos pasos, a un metro cada paso, da cuarenta y dos metros.
— ¿Has tenido que pensar eso para resolver la incógnita? —exterioriza Leim sarcástico.
—Calla. —Ambos reímos.
Al menos ya sabemos algo. Hablo rato y tendido con mi nuevo amigo Leim. Él me enseña toda la casa mientras yo le cuento que era de mis abuelos. El suelo cruje por varias zonas, pero Leim me confirma que no hay peligro, examinó toda la casa y el máximo riesgo es en el establo, donde el temblor hizo más daño. Todos los días lo visito, y dos semanas después le planteo echar un vistazo al establo. El se niega.
—Vamos Leim, ¿y si todo comenzó allí? Tal vez se encuentren ahí las respuestas que estás buscando.
— ¡He dicho que no! —Insiste enfadado— Se puede desmoronar en cualquier momento.
—Si no lo ha hecho en veinte años, no creo que lo haga justo hoy. Solo un vistazo de cinco minutos, anda.
Leim se mantiene callado y pensativo.
—Solo cinco minutos, ni uno más —recalca.
—Te lo prometo.
Caminamos hacia ese lugar, hasta adentrarnos en él. Lo primero que veo son las zonas individuales donde el ganado dormía, hay al menos catorce. Continuamos profundizando y en uno de los pasos tropiezo con la grieta, sin llegar a caer. Leim y yo la seguimos para ver hacia donde nos lleva. A medida que avanzamos se va ensanchando más, y termina en una de las estancias, casi al final del pasillo. Entramos en ella y vemos algo sorprendente; una trampilla de madera algo carcomida por las termitas y el tiempo. De pronto, vemos unos leves destellos que asoman de manera intermitente por los bordes de la madera y alguna de sus fisuras.
— ¿Qué es eso? —Pregunta atemorizado Leim.
—Vamos a averiguarlo. —Le respondo resuelta.
Con el corazón saliéndome del pecho, mi cuerpo temblando nerviosamente y mis manos con la intención de retroceder, la abro de un gesto rápido y seco. La inmensa luz nos hace apartar la mirada, pero en cuanto las pupilas se contraen y se acostumbran a esa luminosidad, advertimos unas escaleras. Con curiosidad y temor, las bajamos, oteamos al frente, y descubrimos algo asombroso y a la vez desconcertante, una resplandeciente singularidad.
Continuará…
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