No Molestes (Poema)

No molestes,
yo solo quiero fumar tabaco
mientras escucho jazz negro,
llenarme otra copa de buen vino,
oler la mezcla de incienso, cuero y libros viejos
que ambientan mi salón de los años cincuenta,
ver cómo la luz del proyector de cine
se fusiona con el humo del segundo cigarro,

acariciar al perro,
mancharle el hocico de tinta negra, y diferenciarla,
enroscar la pluma, comprobar que está rota,
sacar mi antigua máquina de escribir
del baúl de los recuerdos,
llamar a la musa,
sentir su presencia,
comenzar la introducción de un poema,
y…

Huir de la imaginación,
volver a dos mil diecisiete,
frente al portátil,
en el salón de casa,
sin jazz, ni libros viejos,
sin perro, ni buen vino,
a solas, dando otra fuerte calada
y deseando que nadie me moleste.

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SOMBRAS

SOMBRAS

los miedos acechan, persiguen, incertidumbres que matan

Una sombra me persigue

Sombra mansa,

Tan mansa y violenta

Una sombra me persigue

se que fui bella, pródigamente bella

Y aunque nada fui

se que fui buena

Una sombra me persigue

Tan blanca

tan negra

Más asi me hicieron

Como nací

Negra,  deslumbrantemente negra

Pero por blanca

Hoy lleva mi alma pena

Una sombra me persigue

Tan loca y gentil

que provoca alto gritar

Y humilde pedir

Son necesidades humanas

De callar,  y mentir

odiar, errar

intentar ser sutil

Una sombra me persigue

que es sombra bañada

de rebeldía y pasión

Y quise ser grande

ser universal y eterna

Mas,  por torpe

Y por cobarde

En un cuaderno viejo

Llevo muerta mis letras

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Te Segui

Cuando tus ojos se perdían de los míos y tu voz ya no recreaba mi interior, grite para encontrar tu piel, pero el frío de la soledad  irrumpió  mi paso. Quise seguirte pero era imposible acompañar tu rastro, tus huellas se habían perdido bajo la lluvia y la humedad de la hierba penetraba mi alma.

Entonces recordé donde había encontrado por primera vez tu luz, esa bella forma que había acompañado mi vida y enaltecido mi espíritu, donde recreaba mi mundo y extasiaba mis entrañas entre tus brazos, sintiéndome plena, segura, pero de repente te fuiste, seguiste tu rumbo sin dejármelo saber, escondiste tu corazón del mio y borraste mis labios de los tuyos, solo pude pensar en consolarme con tu recuerdo pero pasado el tiempo pareciera que este hubiera desdibujado tu silueta de mi mente, como si la brisa suave dejara una leve imagen de tu ser, me concentre para volver a sentirte pero cada vez te hacías mas lejano, como si mis sentidos quisieran perderte de vista y sacarte de mi . Pasado el tiempo decidiste llegar, parecía que tu sonrisa se hubiera borrado de tus labios y la tristeza de tus ojos hiciera perder el brillo de tu mirada. Había pasado mucho tiempo, las huellas del mismo, habían marcado tu piel, tu rostro sereno se había endurecido y tu alegría se había perdido entre tu ser.

Pense, así me vera, sentí que tus manos rosaron mi rostro como queriendo invadirme por completo, pero ya tu piel no me decía nada y no añoraba tu suave voz susurrando a mis oídos, era tarde, el día llegaba a su ocaso y con él, el fin de nuestra historia aquella que habíamos llenado de color y brillo ya se tornaba gris, tenue, igual al día, que decidiste partir sin avisarme, dejándome sin aliento y nublar mi horizonte hasta morir.     

 

 

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Los Cuentos De Mi Abuelo

En épocas de mi niñez, tan solo esperaba el momento de sentarme al lado de la mecedora de mi abuelo, quien en su palidez, dejaba resplandecer el gusto al inspirar sus recuerdos, para poder recrear mi infancia con historias a veces difíciles de creer, pero que lograban distraer mi mente y llenar mis ratos de ocio.
Eran cuentos increíbles a veces de grandes caminatas y cabalgatas, en caminos sórdidos, en ocaciones en hermosos jardines y hermosas estancias, donde el olor a leña y el calor de una humilde cabaña acompañaban su vida, allá donde una bella anciana, preparaba deliciosas colaciones, que según el deleitaban su paladar y eran incomparables, al punto que me trataba de transportar para sentir su misma emoción, cosa que no era difícil, ya que al escuchar el detalle de tan bonitas historias, no tanto por la sencillez de relato, sino por los sentimientos hogareños que encerraba dicho espacio.
El ruido del riachuelo en la noche, los grillos y chicharras apaciguaban su entorno, calmaban sus emociones, y cuenta el que también el juego de sus demás sentidos, el olor a pasto seco de aquel trapiche, donde de niño jugaba, hacia caer bajo sus mejillas lagrimas de emoción que despertaban su nostalgia al recordar ese ayer que ahora taladraba su alma.

Pobre abuelo ya sus pies débiles y lentos limitaban su movimiento, sus brazos temblorosos, cansados evitaban que expresara de la mejor manera su juego de cauchera, que era su mayor deleite y entre tantos relatos, se quedaba dormido.

Se creaba una pequeña amnesia de lo que contaba y era en ese momento cuando tomaba una manta, la ponía sobre su cuerpo y le dejaba dormido para que descansara.

Es por eso que te pido que no ignores aquel abuelito, que se pierde en su interior y sus recuerdos, por no encontrar con quien compartir sus historias, no te pide mucho, tan solo un poco de tiempo que para él puede representar algo incalculable y de mucho valor para su existir.

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ÚLTIMO OTOÑO En PARÍS (Un Relato De Crónicas Sombrías).

Lydia había llegado a París apenas tres meses antes de abrir por última vez aquella puerta. El viaje había sido un regalo de su padre, el día de su vigesimoctavo cumpleaños. El hombre, siempre sensible a lo que sufría su única hija, sabía que desde hacía tiempo ella se sentía infeliz, perdida en su acomodada vida; sin pareja, ni perspectivas claras, parecía a punto de desmoronarse de nuevo.
Hacía menos de un año que había salido de la clínica de rehabilitación, y volvía a parecer tan perdida como antes. Así que se le ocurrió regalarle un pequeño viaje a la romántica ciudad de París; donde sabía que ella siempre había querido ir. Fue incapaz de encontrar una sola amiga que quisiera acompañarla (su círculo social se había ido estrechando cada vez más en los últimos años, distanciándola su carácter huraño de las que habían sido sus amistades de juventud). Su mujer había muerto dos décadas atrás, y él no podía alejarse dos días seguidos de la dirección de su empresa sin sentir que todo se desmoronaría en su ausencia; así que decidió enviarla sola. Pensándolo dos veces, llegó a la conclusión de que seguramente le sentaría bien; de todas formas, Lydia siempre había sido una chica muy independiente, a pesar de sus problemas.
Cuando el avión aterrizó en París, Lydia estaba completamente aterrorizada; no por el vuelo, sino por la perspectiva de pasar dos semanas en París completamente sola, alejada de su casa, de su habitación, de la seguridad de su mundo de aislamiento autoimpuesto. Pero un segundo después de que el taxista la dejara en la puerta del pequeño y hotel, en el bohemio barrio de Montparnasse, su actitud cambió por completo. Cuando charló con el recepcionista notó una seguridad que no recordaba haber tenido nunca; y cuando entró en la pequeña pero coqueta habitación, y sintió que aquel lugar realmente le pertenecía, notó una oleada de calma que la inundaba.
Pasó un par de horas tumbada sobre el mullido colchón de su cama, sumergida en las páginas de una ligera novela romántica que había comprado en un quiosco del Aeropuerto de Barajas. A las seis de la tarde decidió bajar a cenar al comedor del hotel, y una hora después paseaba por las estrechas calles de Montparnasse sin dedicar un segundo a pensar en sus pasados problemas, concentrada únicamente en disfrutar del musical taconeo de sus zapatos Gucci sobre los adoquines y del refrescante ambiente de media tarde.
Caminó sin rumbo durante más de una hora, deteniéndose de vez en cuando frente a algún escaparate, sin decidirse a entrar en ninguna tienda. Sentía que su único objetivo, de ahora en adelante, debía ser caminar por aquellas calles que sentía tan suyas como la habitación del hotel, embebiendo ese aroma de cultura que parecía flotar a su alrededor; hasta que llegó a la librería.
Se trataba de un sencillo escaparate, formado por una docena de pequeñas y relucientes ventanas de vidrio esmerilado que hacían prácticamente imposible distinguir el interior. Tuvo que alzar la mirada para distinguir el nombre del local: Ciudad Oníria, informaban unas enormes letras talladas en una madera ligeramente más oscura que la del escaparate. Bajo estas letras aparecía un prometedor mensaje, en letras mucho más pequeñas y talladas también en madera: “Hacemos sus sueños realidad”.
Esta vez fue incapaz de resistirse. Abrió y entró con decisión, y la inundó una nueva sensación de paz cuando escuchó el suave tintineo de los adornos metálicos que colgaban sobre la puerta.
Se trataba de un local realmente pequeño (mucho más pequeño de lo que había esperado), y por eso mucho más acogedor para ella. Descubrió un par de estanterías junto a la pared derecha y una junto a la pared izquierda, las tres saturadas de libros de todos los tamaños y temáticas (no parecía haber ninguna clase de orden en ello). No había más clientes en la pequeña tienda, así que revolvió (pausadamente) entre los libros durante unos minutos, sintiéndose también dueña de aquel lugar; y después decidió prestar atención al pequeño mostrador del fondo. Tras el mostrador se encontró con el librero (un personaje que enseguida le gustó). Se trataba de un hombre menudo y delgado, que debía estar a punto de alcanzar la temida crisis de los cuarenta, y que la observaba en silencio. Vestía unos pantalones oscuros de tergal arrugado, una camisa blanca (que parecía aún más arrugada) y un chaleco de terciopelo azul. Sobre el puente de su aguileña nariz (que a Lydia le pareció extrañamente atractiva) descansaban unas gafas de fina montura metálica.
—¡Bonsoir, mademoiselle! —Dijo. Y continuó en un castellano con profundo acento francés—. ¿En que puedo servirla? ¿Busca algo en concreto, o prefiere que la sorprenda?
Y le alcanzó una pequeña novela en rústica que sacó de la parte baja del mostrador. Le explicó que se trataba de un pequeño préstamo, con la condición de que regresara cuando la hubiese leído, y comentara con él qué le había parecido.
Descubrió agradablemente que era una novela romántica, ambientada en el barrio de Montparnasse a mediados del siglo dieciocho. Lydia la devoró en un día y regresó a la pequeña librería. Charlaron durante horas sobre las motivaciones de la protagonista de la novela y del triste final (cosa que había decepcionado y emocionado a partes iguales a Lydia).
El encantador librero le prestó una nueva novela (le aseguró que se trataba de una historia algo más profunda que la anterior) y se despidieron de nuevo.
Cuando Lydia caminaba de regreso al hotel (arropada por el frío y la humedad de una niebla más característica del clima de Londres que de París) cayó en la cuenta de que había visto dos veces a ese menudo y encantador hombrecillo y habían charlado como viejos amigos, pero ninguno se había presentado al otro. Era una sensación rara haber logrado aquel grado de intimidad sin haber recurrido de entrada a los manidos formulismos de presentación.
Sonrió y aceleró el paso, ansiosa por llegar al hotel y comenzar la novela.
Las dos semanas previstas para sus vacaciones pasaron demasiado rápido, así que Lydia decidió alargar su estancia, para lo cual no puso problema alguno su padre.
—Si tu estás bien, todo está bien, cariño —dijo él.
Los dos siguientes meses también pasaron volando para Lydia. Las visitas a la librería y las lecturas en su habitación se habían convertido ahora en toda su mundo.
Por fin se presentaron (cuando Lydia le devolvió el noveno libro que le había prestado el librero), y descubrió que su nombre era Pierre Lafayette; faltaba un mes para que cumpliera treinta y ocho años, y había trabajado desde que era un crío en aquella pequeña librería familiar, que heredó al morir su padre cinco años atrás.
Un par de libros después decidieron quedar en un pequeño café que había a unas calles de Ciudad Oníria, y no tardaron en trasladar sus charlas post lectura a aquel nuevo e íntimo lugar.
A principios de Noviembre ya no era necesario haber terminado una lectura para quedar a tomar un café y charlar de cosas más allá de la literatura. A esas alturas Lydia estaba irremediablemente enamorada de Pierre, y no entraba en su cabeza una vida alejada de aquel hombre.
La mayoría de novelas que Pierre le prestó al principio eran románticas historias (casi todas de trágico final), hasta que un día (sonriendo con una tímida expresión), le prestó una novela algo más atrevida (según sus propias palabras). Si no le gustaba sólo tenía que decírselo, y no volvería a prestarle nada de aquel género.
Lydia la leyó en la soledad de su habitación de hotel en una sola noche; devorando con ansia las páginas de aquella novela erótica.
Cuando se reunieron de nuevo (un par de días después) lo hicieron en la librería de Pierre, y ella le sorprendió al confesar haber disfrutado aquella novela más que ninguna otra. El rostro de Pierre se relajó (estaba claro que la tensión le había estado comiendo por dentro desde el momento en que se la había prestado).
A partir de entonces las charlas se volvieron más íntimas, más atrevidas, y un par de novelas eróticas después Pierre pasó la noche en la habitación del hotel de Lydia, e hicieron el amor por primera vez.
El romance duraba ya unos meses cuando Pierre le prestó aquella última novela. Lydia la cogió con algo de recelo (las últimas novelas habían subido claramente de tono, tornándose incluso algo violentas, cosa que excitaba y aterrorizaba por igual a Lydia). Esta última novela no era tal, sino que se trataba de un manuscrito, vulgarmente encuadernado, que aseguraba haber escrito el propio Pierre (que en la mente de Lydia ya no aparecía como el misterioso librero, ni siquiera como su amante ocasional; sólo aparecía como su futuro marido).
Ella quiso que regresaran ambos a la habitación del hotel y lo leyeran juntos, pero Pierre se negó. Le aseguró que debía leerlo ella sola; leerlo con calma y la mente abierta. Si la novela le gustaba, y después de leerla aún quería estar con él, Pierre la esperaría a la tarde siguiente en la pequeña librería y le daría el regalo que guardaba para ella.
Lydia apenas podía concentrarse en la lectura de aquel manuscrito, su mente volaba una y otra vez de regreso a su amante; a su amante y aquel regalo (que sin duda sería un anillo de compromiso) que guardaba para ella.
El relato comenzó como tantas otras historias románticas que había leído, pero según avanzaba la historia comenzó a tornarse oscura, tétrica. El protagonista (que no apareció claramente en la historia hasta pasada la página doscientos) se enamoraba una y otra vez del mismo tipo de mujer; las cortejaba hasta que lograba, su total admiración primero y su total sumisión después, y finalmente las encerraba en el interior de un ataúd fabricado por él mismo en el sótano de la librería donde trabajaba, y las enterraba en vida, dos metros bajo tierra, en el bosque de Vincennes.

Leyó el nombre, y un leve escalofrío la recorrió entera. Ciudad Oníria, rezaba el cartel en grandes letras de madera desgastada. La pequeña cristalera aparecía sucia, cubierta de polvo, dando una sensación de abandono que le oprimió el corazón.
Una helada ráfaga de viento recorrió las calles hasta llegar a ella, obligándola a aferrarse a las solapas de su abrigo y envolverse con fuerza en él. El otoño había avanzado inexorable en busca del frío invierno, y a punto estaba ya de alcanzarlo. Apenas había visto a nadie en las calles por el camino desde el hotel; tal vez el frío le quitaba las ganas de salir a pasear por las románticas calles a la mayoría de la gente; al contrario que le ocurría a ella.
Ahora, frente al escaparate de la pequeña librería, envuelta en el suave paño de su precioso abrigo nuevo, rodeada por la espesa niebla que había invadido las calles todas las tardes desde que ella llegó a la ciudad, escuchando de vez en cuando unos lejanos pasos repiqueteando sobre los adoquines, se sintió más nerviosa que nunca; emocionada y algo asustada.
Alargó la mano hacia la manija de metal dorado que sobresalía elegantemente de la puerta, cerró los dedos a su alrededor con suavidad, con cariño, se sobresaltó ligeramente al escuchar el tintineo metálico, y entró en la librería Ciudad Oníria. Entró con decisión y valentía en busca de su destino.

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