La Nota Final

«No más prórrogas. El viernes recojo los trabajos, en eso va la nota final», dijo el profesor.
Una semana no me basta para elegir un escritor latinoamericano, tomar un cuento de alguno de sus libros, desmenuzarlo y contextualizarlo en esta geografía, como si lo estuviera reescribiendo de nuevo, refugiado bajo la piel del escritor elegido.
Quiroga, Borges, Fuentes, Almendros, Alfonso Reyes; me parece genial Cortázar, el maestro del suspense latinoamericano. No sé si otros pensarán igual que yo. Pero… ¿Cuál cuento elegiré?, si todos me fascinan de igual forma.
Estoy en los últimos lugares de esta interminable cola; sería una locura si pretendiera llegar temprano al primer turno de clases. Las personas están elegantes como si fueran a alguna fiesta. Algunos van de compras, otros a sus trabajos; los menos acuden a citas furtivas en lugares ocultos o sitios insospechados de la ciudad, lejos de los ojos inquietos de sus propias plebes.
De repente el metro bus asoma por la esquina, se detiene y de su vientre comienza a salir la gente como si fuesen hormigas despavoridas. Me parece cómica la imagen, ver a tantos cuerpos aprisionados en el interior de esos monstruos en las horas pico, colmados de olores amalgamados: sudores despiadados de axilas prohibidas, perfumes indescifrables, los vahos alquitranados que irrumpen por las ventanillas en cada momento, aires de presuntas comidas o subproductos de alguna digestión bulímica; humos de motores encendidos y cigarros asesinos que matan pulmones, amén de que Fumar daña su salud, la de sus prójimos y la del medio ambiente.
El animal se detiene en la parada; abre su bocaza y lentamente va succionando, como a un espagueti, la cola de los sentados, mientras el cobrador se asemeja a un policía de tránsito que gesticula en su lucha por imponer el orden, ante el desafuero del populacho. La cola se trunca a una distancia de veinte personas delante de mí. Miro a los de pie y corro a incorporarme a la fila porque el tiempo apenas me alcanza para llegar en hora y no recibir el brillo filoso de mi profesor de literatura.
Mi última llegada tarde fue horrible. Cuando asomé el rostro por el umbral de la puerta descubrí toda una pira en las pupilas del profesor. No sé si tenía problemas familiares o que su grado de obstinación ante la vida, había entrado en zona roja. No hicieron falta palabras porque su mirada por encima del marco de los espejuelos bastó para aniquilar el feto de cualquier justificación
Finalmente entro, me abro paso hacia el fondo y me instalo en la giba que se eleva y desde cuya posición puedo expandir mi dominio visual.
La gente no deja de mirarme, ni siquiera aquí en este lugar desde donde puedo observar la masa compacta de cuerpos sudorosos, de cabezas cuyos ojos inquietos se escudriñan unos a otros como si buscaran aprobación entre ellos, o se confabularan para hacerme sentir como un objeto extraño, como un búcaro o un centro de mesa en medio de esta mole desplazándose por las redes asfaltadas de mi capital. No sé qué podría llamarles tanto la atención, tal vez algo en mi semblante, en el pelo; o quizás mi forma de vestir y los mohines de mi rostro al mirar de cara en cara, mientras busco la reacción en los choques de miradas. Tal vez sea el dulzor de mi perfume, los colores en el delineado de mis cejas y pestañas postizas. Toda mi anatomía que desborda lubricidad, pasión citadina por los clubes nocturnos, La Macumba, los salones rojo o rosado. Qué importa el color si lo verdadero es el goce en las altas horas de la noche, donde lo interesante es deambular por los parques en entregas furtivas, rentadas o no en las aciagas madrugas habaneras.
A lo mejor es el calor pegajoso empozado en el interior de esta bestia, que ahora se desplaza por las calles y frena de golpe en un semáforo porque la luz roja la sorprendió repentinamente. Saco el espejo del bolso y observo cada rasgo de mi rostro, alguna marca de tizne o grasa, quizás alguna cosa anacrónica, fuera de lugar; pero no advierto nada extraño salvo que unos ojos se revelan a mi espalda como bolas de fuego quemándome la nuca. Cambian su punto de enfoque porque los míos penetran su mirada impertinente. Guardo el espejo en el bolso.
A pocos cuerpos del mío descubro una figura sensual como una escultura de Miguel Ángel. Su rostro conocido me resulta lascivo. Le observo los firmes pechos y se hacen insoportables las tendencias de acercarme, de entablar alguna conversación trivial y guiarla por el camino deseado; pero cambio de opinión en el preciso instante de un frenazo. Le guiño un ojo ante la presunta sonrisa que dibujan los suyos. No puedo precisar en qué parada montó, o si lo hizo en el lugar preconcebido de todos los días.
La gente se inquieta y molesta. “¡Oiga, señor! ¡Apártese y no sea fresco! ¡No me pegue más esa cosa por atrás!”, dice una mujer que no alcanzo a divisar pero que causa risas entre dientes; otras, a voz en cuello como bramidos en un recinto cerrado.
Por encima de las cabezas descubro la penetrante mirada de Ariadna, mi mejor amiga, mi paño confesor en los momentos difíciles. Miro el reloj y aún me parece que llegaré a tiempo a la Facultad de Letras. Cambio la vista a mi izquierda y descubro las filosas miradas de un matrimonio, que súbitamente se desvían a través del cristal de la ventanilla, en un esfuerzo para no sentirse pillados en pleno fisgoneo por la impudicia de espiar vidas ajenas.
Quizás no soporte tanta hoguera de miradas, esta pira de pupilas que curiosas me desvisten, porque tal vez les resulte anacrónica mi apariencia, o les falte valor para exteriorizar sus deseos y vean en mí, al bicho raro; al objeto de las comidillas de lenguas mortíferas que a nuestras espaldas nos hacen arder la piel. Nada me importa, solo el resultado de mi proceder. Y me veo como Clara, en el Ómnibus de Cortázar, aprisionada por el fuego cruzado y el peso de tanto humor vítreo sobre la piel, ella por un simple ramo de flores, yo por un modus operandi en el vestir, en la pintura de mi cara, o tal vez por el aura que emana mi ser. Será que en la profundidad del corazón se albergan los deseos más poderosos, que la más mínima señal subliminal alcanza para hacer estallar el volcán interior de pasiones reprimidas. Yo le regalaría flores a las ansias de transmutar las mentes de la isla si alguna vez alguien quisiera cambiar de corazón.
Solo una parada del monstruo para escapar del peligro de una seducción, porque Ariadna se abre paso entre los cuerpos y detrás de ella también avanza un hombre musculoso en cuyo mirar he advertido el fuego del deseo, el ímpetu de un ataque en pos de conquistarme; su sonrisa lasciva avanza como si quisiera pegarse a mi rostro, y su aliento, tal vez etílico, se me vuelva insoportablemente hediondo. Me abro paso evitando que la mochila, en la que llevo la ropa y los libros, no se atasque entre la gente; me apresuro al divisar a través de la ventanilla la proximidad de mi parada de destino mientras el monstruo ha comenzado a detenerse. Vuelvo la vista y los ojos del hombre no dejan de hostigarme, de herir toda mi anatomía, de hacerme sentir como una liebre acorralada, acosada por la voracidad lobezna de un macho bravío. Finalmente el metro bus se detiene, abre la puerta de salida y logro escapar al aire puro hasta inundar mis pulmones. Ariadna desciende, se me acerca mientras la puerta se cierra y el acosador lanza su mirada furiosa ante la imposibilidad de cumplir sus deseos.
Nos sentamos sonrientes en un banco de la parada, que casualmente ha quedado vacía. Me quito la peluca y la blusa que cubría mi camiseta Adidas. Me despojo de los senos postizos, de la pintura facial, los tacones de madera y de todo vestigio que pudiera delatar mi transfiguración. Saco el pantalón de la mochila, me lo pongo y guardo el vestuario sin dejar de sentir en ningún momento la ardiente mirada de mi novia. Y nos vamos contentos, tomados de la mano, ella porque nadie sospechó nada y yo por sentirme como Clara en el ómnibus rumbo a Retiro, porque finalmente surtió efecto mi idea para una nota final.



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