Jeremías es viejo ya. Pescador curtido de horas salitrosas y solitarias a la orilla del mar. Heredó de sus padres el oficio cuando vivían allá en Punta del Diablo, en costas rochenses. ¡Qué tiempos aquellos!. Nunca dijo mucho su padre de sus antepasados y entoces esa parte de su historia personal es borrosa. Pero de niño se ve siempre en la tediosa tarea de colaborar en los remiendos de las redes que tenían brechas que componer o encarnando al sol de la playa los interminables palangres. ¿ Y las gaviotas?. Siempre le fastidiaron con ese revolotear en torno a la mesa de faena que el viejo armaba bajo el reparo de un pedazo de lona desgastada. O cuando, sin más que hacer se agrupaban en bandadas cerca del agua y contemplaban en horas interminables el ir y venir de las olas… Algunas entonces, se acicalaban las plumas. Otras ni eso. Mustias y silenciosas esta vez al sol.
Madres, Jeremías tuvo varias y ninguna . Padre si, Don Tobías, como le decían todos. Nunca supo por qué las mujeres aquellas que llegaban al rancho de costaneros y que se hacían llamar mamá se transformaban en contacto con el aire y el salitre de Punta del Diablo y después sin aviso, desaparecían. Al comienzo se iban adelgazando más y más y al mismo tiempo sus pieles blanquecinas primero pasaban por un arrebato rosáceo, se iban oscureciendo luego y por último escamaban la piel renegrida, casi verdinegra. Cuando en sus últimas etapas en el rancho por casualidad sonreían ante una buena jornada de pesca o una áspera caricia de su hombre sus dientes resaltaban en sus figuras escuálidas. Sus ropas elegantes e inapropiadas para el lugar se transformaban en girones irreconocibles luego.
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